Tartarin de Tarascon III- Daudet
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Fin
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VII
Historia de un ómnibus, de una morisca y de un rosario de flores de jazmín.

Esta primera aventura hubiera sido motivo para descorazonar a muchas personas; pero los hombres templados como Tartarín no se dejan abatir con facilidad.
–Los leones están en el sur, pensó el héroe; ¡pues bien! iré al sur.
Y cuando hubo tragado su último bocado, se levantó, agradeció a su anfitrión, abrazó a la vieja sin rencor, derramó una última lágrima por el desgraciado Negrito y regresó muy rápido a Argel con la firme intención de cerrar sus maletas y partir ese mismo día para el sur.
Desgraciadamente el camino principal de Mustafá parecía haberse alargado desde la víspera: ¡Hacía un calor, una polvareda! ¡La tienda de campaña pesaba tanto! Tartarín no sentía el coraje para ir hasta la ciudad a pie, y al primer autobús que pasó le hizo una seña y se montó en él... ¡Ah! ¡pobre Tartarín de Tarascón! Cuánto mejor hubiera sido para su nombre y su gloria, no entrar en aquel trasto fatal y continuar a pie su camino, a riesgo de caer asfixiado bajo el peso de la atmósfera, de la tienda de campaña y de sus pesados fusiles de doble cañón rayado... Una vez subido Tartarín, el ómnibus quedó completo. Al fondo había un vicario de Argel, de gran barba negra, con la nariz metida en su breviario. De frente, un joven vendedor moro, que fumaba grandes puros. Además, un marinero maltés y cuatro o cinco moriscas cubiertas de telas blancas y de quienes solo se podían ver los ojos. Esas señoras venían de realizar sus devociones en el cementerio de Abd-el-Kader; pero esa visión fúnebre no parecía haberlas entristecido. Se las escuchaba reír y chismorrear entre ellas bajo sus máscaras, masticando pasteles.

Tartarín creyó darse cuenta de que lo miraban mucho. Sobre todo una, la que se encontraba sentada frente a él, había puesto su mirada en la suya y no la retiró en todo el camino. Aunque la señora llevase velo, la viveza de esa gran mirada oscura alargada por el khol, una muñeca deliciosa y fina cargada de brazaletes de oro que se entreveía de vez en cuando entre los velos, todo, el tono de la voz, los graciosos movimientos, casi infantiles de la cabeza, decía que allí debajo había algo joven, bello, adorable... El desdichado Tartarín no sabía dónde meterse. La muda caricia de esos bellos ojos orientales lo turbaba, lo inquietaba, le hacía morir; tenía calor, tenía frío... Para rematarlo, la pantufla de la dama se lió sobre sus grandes botas de caza, la sentía correr, esa bonita pantufla, correr y agitarse como un pequeño ratón rojo... ¿Qué hacer? ¡Responder a esa mirada, a esa presión! Sí, pero las consecuencias... ¡Una intriga de amor en oriente es algo terrible...! Y con su imaginación novelesca y meridional, el valiente tarasconés se veía ya cayendo en manos de los eunucos, decapitado, o más bien, cosido en un saco de cuero, y rodando por el mar, su cabeza al lado de él. Esto le refrescaba un poco... Mientras tanto, la pequeña pantufla continuaba su carrusel, y los ojos de enfrente se abrían muy grandes hacia él como dos flores de terciopelo negro, con aspecto de decir: –¡Cógenos!...

El ómnibus se paró. Estaban en la plaza del Teatro, a la entrada de la calle Bab-Azoun. Una a una, enredadas en sus grandes pantalones y apretando sus velos contra ellas con una gracia salvaje, las moriscas descendieron. La vecina de Tartarín se levantó la última y, al ponerse de pie, su rostro pasó tan cerca del del héroe que sintió su aliento, un verdadero soplo de juventud y frescura, con no sé qué de perfume de jazmín, de almizcle y de pastelería.
El tarasconés no lo resistió. Ebrio de amor y dispuesto a todo, se lanzó detrás de la morisca... Al ruido de sus correajes, ella se volvió y puso un dedo sobre su máscara como para decir "¡silencio!", y, con rapidez, con la otra mano, le arrojó un pequeño rosario perfumado hecho con flores de jazmín. Tartarín de Tarascón se agachó para recogerlo; pero como nuestro héroe era un poco pesado y estaba muy cargado de armas, la operación fue bastante larga... Cuando se volvió a levantar, con el rosario de jazmín en su corazón, la morisca había desaparecido.

VIII

Leones del Atlas, ¡dormid! Leones del Atlas, ¡dormid! Dormid tranquilos en el fondo de vuestros retiros, en los aloes y los cactus salvajes... Hasta dentro de algunos días, ¡Tartarín de Tarascón no os masacrará! Por el momento, todo su arsenal de guerra, —armero, botiquín, tienda de campaña, conservas alimenticias— reposa tranquilamente embalado en el hotel de Europa, en un rincón de la habitación 36.
¡Dormid sin miedo, grandes leones rojos! El tarasconés busca a su morisca. Después de la historia del ómnibus el desgraciado cree sentir perpetuamente en su pie, en su gran pie de trampero, la agitación del pequeño ratón rojo; y la brisa del mar, al rozar sus labios, se perfuma siempre, haga lo que haga, de un amoroso olor a pastelería y anís.

¡Necesita a su magrebí! ¡La quiere! ¡La tendrá!
¡Pero no es cosa fácil! Reencontrar en una ciudad de cien mil almas a una persona de la que no se conoce más que el aliento, las pantuflas y el color de los ojos; no hay más que un tarasconés, herido de amor, capaz de tentar semejante aventura.
Lo terrible es que, bajo sus grandes máscaras blancas, todas las moriscas se parecen; además esas damas apenas salen y, cuando se las quiere ver, hay que subir a la ciudad alta, la ciudad árabe, la ciudad de los turcos.
Un lugar de verdad peligroso, esta ciudad alta. Pequeñas callejuelas negras muy estrechas, trepando muy pendientes entre dos hileras de casas misteriosas cuyos techados se unen formando un túnel. Puertas bajas, ventanas muy pequeñas, mudas, tristes, enrejadas. Y luego, a derecha e izquierda, un montón de tiendas muy sombrías en las que los turcos salvajes con caras de piratas —ojos blancos y dientes brillantes— fuman largas pipas y hablan entre ellos en voz baja como para concertar malos golpes...
Decir que nuestro Tartarín atravesaba sin emoción esta ciudad formidable, sería mentir. Por el contrario, estaba muy emocionado y en esas callejuelas oscuras de las que su grueso vientre ocupaba toda su anchura, el valiente hombre avanzaba con la mayor precaución, con la mirada al acecho y el dedo sobre el gatillo de un revólver. Exactamente igual que en Tarascón al ir al círculo. A cada instante esperaba recibir en la espalda una tromba de eunucos y jenízaros, pero el deseo de volver a ver a su dama le otorgaba una audacia y una fuerza de gigante.
Durante ocho días, el intrépido Tartarín no abandonó la parte alta de la ciudad. Unas veces se le veía de plantón delante de los baños moros, esperando la hora en la que esas damas salen a bandadas, tiritando y oliendo al baño; otras aparecía acurrucado a la puerta de las mezquitas, sudando y soplando para quitarse sus grandes botas antes de entrar al santuario... En ocasiones, a la caída de la noche, cuando regresaba afectado por no haber descubierto nada, lo mismo en los baños que en la mezquita, el tarasconés, al pasar por delante de las casas moriscas, escuchaba unos cantos monótonos, sonidos ahogados de guitarra, redobles de pandereta y pequeñas risas de mujer que le hacían latir el corazón.
—¡Tal vez ella esté ahí! se decía.
Entonces, si la calle estaba desierta, se acercaba a una de esas casas, levantaba el pesado picaporte de la puerta baja y golpeaba tímidamente... Los cantos y las risas cesaban de inmediato. Detrás de la muralla no se escuchaba más que pequeños cuchicheos imprecisos, como en un palomar adormecido.
—¡Cuidado! pensaba el héroe. ¡Me va a suceder algo!
Lo que le pasaba la mayoría de las veces era un gran balde de agua fría sobre la cabeza o bien cáscaras de naranjas y de higos de Barbaria... Nunca nada más grave... ¡Leones del Atlas, dormid!
IX El príncipe Grégory de Montenegro
Hacía dos largas semanas que el infortunado Tartarín buscaba a su dama argelina y es probable que la buscara todavía si la Providencia de los amantes no hubiera acudido en su ayuda bajo el aspecto de un caballero montenegrino. He aquí en qué circunstancias.
En invierno, todas las noches de los sábados, el gran teatro de Argel da su baile de máscaras, nada menos que en la Ópera. Es el eterno e insulso baile de máscaras de provincias. Poca gente en la sala, algunos restos de Bullier o del Casino, locas vírgenes siguiendo al ejército, chicards ajados, estibadores a la desbandada y cinco o seis pequeñas lavanderas de Mahón que se lanzan, pero guardan de su tiempo de virtud un vago perfume de ajo y de salsa de azafrán. El verdadero vistazo no está allí.
Está en el hogar, transformado para la circunstancia en salón de juego... Una muchedumbre febril y chillona se apretuja en él, alrededor de largas alfombras verdes: turcos de permiso apostando las grandes monedas del préstamo, moros vendedores de la parte alta de la ciudad, negros, malteses, colonos del interior que han hecho cuarenta leguas para venir a aventurar en un as el dinero de un carro o de una pareja de bueyes... todos estremecidos, pálidos, con los dientes apretados, con esa particular mirada del jugador, alterada, de reojo, convertida en sospechosa a fuerza de fijar siempre la misma carta.
Más lejos hay tribus de judíos argelinos jugando en familia. Los hombres tienen el traje oriental horriblemente adornados con bajos azules y gorras de terciopelo. Las mujeres, regordetas y pálidas, se sostienen completamente rígidas en sus estrechos petos de oro... Agrupada en torno a las mesas, toda la tribu chilla, se consulta, cuenta con sus dedos y juega poco. Solamente de vez en cuando, después de largos conciliábulos, un viejo patriarca de barba de padre eterno se aparta y va a jugar el dinero de la familia... Hay entonces, mientras dura la partida, un destello de ojos hebreos vueltos hacia la mesa, ojos terribles de negro imán que hacen agitarse las piezas de oro sobre la alfombra y acaban por atraerlas muy suavemente como con un hilo... Luego ¡querellas, batallas, palabrotas de todos los países, gritos alocados en todas las lenguas, cuchillos que se desenvainan, el guardia que sube, dinero que falta...!
El gran Tartarín había venido a perderse una noche en medio de esas saturnales para buscar el olvido y la paz del corazón.
El héroe iba solo entre la multitud, pensando, a pesar de todo, en la morisca, cuando, de pronto, en una mesa de juego, por encima de los gritos y el ruido del oro, se elevaron dos voces irritadas: —¡Le digo que me faltan veinte francos, señor...!
—¡Señor!...
—¿Y...? ¡Señor...!
—¡No sabe usted con quién habla, señor!
—¡Es lo que más deseo, señor!
—¡Soy el príncipe Grégory de Montenegro, señor!
Ante ese nombre, Tartarín, completamente emocionado, se abrió camino entre la multitud y fue a colocarse en la primera fila, feliz y contento de volver a encontrar a su príncipe, ese príncipe montenegrino tan educado con quien había entablado conocimiento a bordo del barco... Desdichadamente, ese título de alteza, que tanto había impresionado al buen tarasconés, no produjo la mínima impresión en el oficial de cazadores con quien el príncipe tenía su encontronazo.
—Aquí me tiene dispuesto a todo... dijo el militar mofándose y luego, volviéndose hacia la galería: Grégory de Montenegro... ¿quién lo conoce...? ¡Nadie!
Tartarín indignado dio un paso al frente.
—Perdón... ¡yo conozco al príncipe! dijo con voz muy firme y y con su más bello acento tarasconés.
El oficial de cazadores lo miró un momento fijamente y luego encogiéndose de hombros: —¡Vamos! está bien... Comparta usted los veinte francos que faltan y que no se hable más.
En ese momento, se dio la vuelta y se perdió en la muchedumbre.
El fogoso Tartarín quiso abalanzarse tras él, pero el príncipe se lo impidió: —Déjelo... es cosa mía.
Y, tomando al tarasconés por el brazo, lo sacó afuera rápidamente.
En cuanto estuvieron en la plaza, el príncipe Grégory de Montenegro se descubrió, tendió la mano a nuestro héroe y, acordándose vagamente de su nombre, comenzó a decir con voz vibrante: —Señor Barbarin... —¡Tartarín! sopló el otro con timidez.
—Tartarín, Barbarin, ¡qué más da! Ahora, entre nosotros, ¡es la vida o la muerte!
Y el noble montenegrino le sacudió la mano con una tenaz energía... Piensen ustedes si estaba orgulloso el de Tarascón.
—¡Príncipe! ¡Príncipe! repetía embriagado.
Un cuarto de hora después, esos dos señores estaban alojados en el restaurante de los Plátanos, agradable casa nocturna cuyas terrazas caían sobre el mar y allí, delante de una gran ensalada rusa, rociada con un buen vino de Crescia, restablecieron el conocimiento.
No pueden ustedes imaginar nada más seductor que ese príncipe montenegrino. Delgado, fino, con los cabellos ensortijados, rizado con la pinza, afeitado con la piedra pómez, repleto de condecoraciones de órdenes raras, tenía la mirada astuta, el gesto envolvente y un acento vagamente italiano que le otorgaba un falso aire de Mazarino sin bigotes: muy versado en las lenguas latinas y citando a cada paso a Tácito, Horacio y los Comentarios.
De recio abolengo hereditario, sus hermanos lo habían, parecía sr, exiliado a la edad de diez años, a causa de sus opiniones liberales y desde entonces corría el mundo para su instrucción y placer, como alteza filosofa... ¡Singular coincidencia! El príncipe había pasado tres años en Tarascón y como Tartarín se extrañaba de no haberlo encontrado nunca en el círculo o en la explanada, dijo la alteza con un tono evasivo: "Salía poco...". Y el tarasconés, por discreción, no se atrevió a preguntar más. ¡Todas esas grandes existencias tienen lados tan misteriosos...!
A fin de cuentas, un príncipe muy bueno, ese señor Grégory. Mientras sorbía el vino de Crescia, escuchó con paciencia a Tartarín hablarle de su morisca e incluso se comprometió, conociendo a todas esas señoras, a encontrarla con prontitud.
Bebieron a gusto y lago tiempo. Brindaron "¡por las damas de Argel! ¡por Montenegro libre...!" Afuera, bajo la terraza, el mar rodaba y las olas, en la sombra, batían la orilla con un ruido de sábanas mojadas que se sacuden. El aire estaba caliente, el cielo lleno de estrellas.
En los plátanos cantaba un ruiseñor... Fue Tartarín el que pagó la cuenta.
X Dime el nombre de tu padre y te diré el nombre de esta flor.
Háblame de príncipes montenegrinos para levantar rápidamente la codorniz.
Al día siguiente de esta velada en los Plátanos, nada más amanecer, el príncipe Grégory estaba en la habitación del tarasconés.
–De prisa, de prisa, vístase... Su morisca ha aparecido... Se llama Baia... Veinte años, bonita como un corazón, y ya viuda... –¡Viuda!... ¡qué suerte! dijo alegremente el valiente Tartarín, que desconfiaba de los maridos de Oriente.
–Sí, pero muy vigilada por su hermano.
–¡Ah! ¡Diantres...!
— Un moro feroz que vende pipas en el bazar de Orleans... Aquí, un silencio.
—¡Bien!, prosiguió el príncipe, usted no es un hombre que vaya a asustarse por tan poco, y además, tal vez podamos ganarnos la confianza de ese diablo comprándole unas pipas... Vamos, rápido, vístase... ¡Pícaro afortunado!
Pálido, conmovido, con el corazón repleto de amor, el de Tarascón se levantó de un salto de la cama y, mientras se abotonaba a toda prisa el amplio pantalón de franela: —¿Qué debo hacer?
—¡Simplemente, escribirle a la señora, y pedirle una cita!
—Entonces, ¿ella sabe hablar francés...?, dijo con aspecto decepcionado el ingenuo Tartarín, que soñaba con un oriente sin mezcla.
—Ella no sabe ni una palabra, respondió el príncipe imperturbable... pero usted me dictará la carta y yo la iré traduciendo.
—¡Oh, príncipe, cuánta amabilidad!
Y el de Tarascón se puso a caminar a grandes pasos por la habitación, silencioso y pensativo.
Piensen ustedes que no se escribe igual a una morisca de Argel que a una costurera de Beaucaire. Afortunadamente, nuestro héroe tenía en su mente las numerosas lecturas que le permitieron, mezclando la retórica apache de los indios de Gustave Aimard con el Viaje a Oriente de Lamartine y algunas reminiscencias lejanas del Cantar de los cantares, componer la carta más oriental que pudo verse. Comenzaba por: "Como la avestruz en la arena..." y terminaba por: "Dime el nombre de tu padre y te diré el nombre de esa flor...." El romántico Tartarín hubiera querido añadir a este envío un ramo de flores emblemáticas, al estilo oriental; pero el príncipe Grégory pensó que era mejor comprar algunas pipas en casa del hermano, lo que no dejaría de suavizar el salvaje humor del señor y causaría, con seguridad, gran placer a la dama que fumaba mucho.
—¡Vayamos rápido a comprar una pipas! dijo Tartarín ardoroso.
—¡No...! ¡no...! Déjeme ir allí yo solo. Las obtendré a mejor precio... —¡Cómo! usted quiere... Oh príncipe... príncipe...
Y el buen hombre, completamente confundido, tendió su cartera al atento montenegrino, recomendándole que no escatimase nada para que la dama quedase contenta.
Desdichadamente, el asunto —aunque comenzó bien— no fue tan rápido como se hubiera podido esperar. Muy afectada, parecía, por la elocuencia de Tartarín y por lo demás seducida por adelantado en las tres cuartas partes, la morisca no habría pedido nada mejor que recibirlo; pero el hermano tenía escrúpulos, y, para tranquilizarlos, hubo que comprar docenas, unos grandes cargamentos de pipas... —¿Qué diablos puede hacer Baia con todas esas pipas? se preguntaba en ocasiones el pobre Tartarín; pero, sin embargo, pagó sin escatimar.
Finalmente, después de haber comprado montañas de pipas y propagado oleadas de poesía oriental, consiguió una cita.
No necesito relatarles con qué latidos del corazón se preparó para ello el de Tarascón, con qué emocionado cuidado cortó, lustró y perfumó su ruda barba de cazador de gorras, sin olvidar —ya que hay que preverlo todo— meter en su bolsillo una porra con puntas y dos o tres revólveres.
El príncipe, siempre atento, vino a esa primera cita en calidad de intérprete. La dama vivía en la parte alta de la ciudad. Ante su puerta, un joven moro de trece a catorce años fumaba cigarrillos. Era el famoso Alí, el hermano en cuestión. Al ver llegar a los dos visitantes, dio dos golpes en la puerta y se retiró discretamente.
La puerta se abrió. Apareció una negra que, sin decir ni una sola palabra, condujo a estos señores a través del estrecho patio interior, a una pequeña habitación fresca en la que esperaba la dama, apoyada en el codo sobre una cama baja... A primera vista, al de Tarascón le pareció más pequeña y más fuerte que la morisca del ómnibus... En realidad, ¿seguro que era la misma? Pero esta sospecha no hizo más que atravesar el cerebro de Tartarín como un relámpago.
La dama era tan hermosa así, con sus pies desnudos, sus dedos rechonchos cargados de anillos, rosada, fina, y bajo su blusa de tela dorada, bajo los estampados de su vestido de flores que dejaban adivinar a una amable persona un poco regordeta, un tanto golosa y redonda por todas partes... El tubo de ámbar del narguile humeaba en sus labios y la envolvía por completo de una gloria de humo rubio.
Al entrar, el de Tarascón puso una mano en su corazón y se inclinó de la forma más morisca posible, dando vueltas a unos grandes ojos apasionados... Baia lo miró un momento sin decir nada; luego dejando su tubo de ámbar, se giró hacia atrás, ocultó su cabeza entre sus manos y no se le vio más que su cuello blanco que una risa tonta hacía bailar como un saco lleno de perlas.
XI Sidi Tart'ri ben Tart'ri.
Si usted entra, una tarde, al caer el sol, en las cafeterías argelinas de la ciudad alta, escuchará aún hoy día a los moros charlar entre ellos, con guiños de ojo y sonrisitas, de un tal Sidi Tart'ri ben Tart'ri, europeo amable y rico que —hace ya unos años— vivía en los barrios altos con una pequeña señora de la región llamada Baia.
El Sidi Tart'ri en cuestión que dejó tan alegres recuerdos en torno a la Casbah no es otro, lo han adivinado, que nuestro Tartarín... ¿Qué quieren ustedes? Como este hay, en la vida de los santos y de los héroes, horas de obcecación, de trastorno y de desfallecimiento. El ilustre tarasconés no estuvo más exento que los demás y debido a ello —durante dos meses— ,olvidado de los leones y de la gloria, se embriagó de amor oriental y se adormeció, como Anibal en Capua, en la delicias de la Blanca Argel.
El buen hombre había alquilado en el corazón de la ciudad árabe una bonita casita indígena con patio interior, plataneros, galería frescas y fuentes. Allí vivía lejos de todo ruido en compañía de su morisca, moro también él de los pies a la cabeza, soplando todo el día en su narguile y comiendo confituras al almizcle.
Tendida en un diván frente a él, Baia, con la guitarra en la mano, gangueaba sonidos monótonos, o bien por distraer a su señor imitaba la danza del vientre, sosteniendo en la mano un espejito en el que miraba sus dientes blancos y se hacía muecas.
Como la señora no sabía ni una palabra de francés, ni Tartarín una palabra de árabe, la conversación en ocasiones languidecía y el parlanchín tarasconés tenía todo el tiempo para hacer penitencia por las intemperancias del idioma de las que se sentía culpable en la farmacia Bézuquet o en casa del armero Costecalde.
Pero incluso ni esta penitencia carecía de encanto y era como una melancolía voluptuosa que experimentaba al permanecer allí todo el día sin hablar, escuchando el gluglu del narguile, el rasgueo de la guitarra y el leve ruido de la fuente en los mosaicos del patio.
El narguile, el baño y el amor llenaban toda su vida. Salían poco. En ocasiones, Sidi Tart'ri, con su señora a la grupa, se iba sobre una buena mula a comer unas granadas a un pequeño jardín que había comprado en los alrededores... Pero nunca, nunca jamás, bajaba a la ciudad europea. Con sus zuavos de juerga, sus alcázares rebosantes de oficiales y su eterno ruido de sables que se arrastran bajo las arcadas, ese Argel le parecía insoportable y feo como un cuerpo de guardia de Occidente.
En definitiva el tarasconés era muy feliz. Sobre todo el Tartarín-Sancho, muy aficionado a los pasteles turcos, se manifestaba más satisfecho imposible de su nueva existencia... Tartarín-Quijote, tenía aquí y allí algunos remordimientos, al pensar en Tarascón y en las pieles prometidas... Pero eso no duraba y para apartar sus tristes ideas le bastaba una mirada de Baia o una cucharada de esas diabólicas confituras olorosas y perturbadoras como las pociones de Circé.
Por la noche, el príncipe Grégory venía a hablar un poco del Montenegro libre... De una complacencia incansable, este amable señor cumplía en la casa las funciones de intérprete, si era necesario las de intendente, y todo eso por nada, por placer... A parte de él, Tartarín no recibía más que a unos turcos. Todos esos piratas de cabezas feroces, que antes le causaban tanto miedo desde el fondo de sus negras tiendas, resultaron ser, una vez que los conoció, unos buenos comerciantes inofensivos, bordadores, mercaderes de especias, torneros de tubos de pipas, todas personas educadas, humildes, espabiladas, discretas y de primera magnitud con la tetera. Cuatro o cinco veces por semana, esos señores venían a pasar la tarde en casa de Sidi Tart'ri, le ganaban su dinero, le comían sus confituras y, al toque de las diez, se retiraban discretamente dando gracias al profeta.
Tras ellos, Sidi Tart'ri y su fiel esposa terminaban la velada en la terraza, una gran terraza blanca que servía de tejado a la casa y dominaba la ciudad. Alrededor, un millar de otras terrazas también blancas, tranquilas bajo el claro de luna, bajaban escalonadamente hasta el mar. Llegaban unos rasgueos de guitarra, llevados por la brisa.
...De pronto, como un ramo de estrellas, una gran melodía clara se esparcía suavemente en el cielo y, sobre el minarete de la mezquita vecina, aparecía un bello muecín, recortando su blanca sombra en el azul profundo de la noche y cantando la gloria de Alá con una voz maravillosa que llenaba el horizonte.
De inmediato Baia dejaba su guitarra y sus grandes ojos vueltos hacia el muecín parecían sorber la oración con delicia. Mientras duraba el cántico, ella permanecía allí, temblorosa, extasiada, como una santa Teresa de Oriente... Tartarín, completamente emocionado, la miraba rezar y pensaba para sus adentros, que aquella que podía provocar semejantes borracheras de fe, era una fuerte y bella religión.
Tarascón, ¡oculta la cara con un velo! tu Tartarín soñaba con hacerse renegado.
XII Nos escriben de Tarascón.
En un bello atardecer de cielo azul y de brisa tibia, Sidi Tart'ri, a horcajadas sobre su mula, regresaba a solas de su pequeño huerto... Con las piernas separadas por amplios cojines de esparto que llenaban los cidros y las sandías, acunado en el ruido de sus grandes estribos y siguiendo con todo su cuerpo el vaivén de la cabeza, el buen hombre se iba así en un paisaje adorable, con las dos manos cruzadas sobre su vientre, adormecido en las tres cuartas partes por el bienestar y la calor.
De pronto, al entrar en la ciudad, lo despertó una llamada formidable.
—¡Eh! ¡vaya suerte!, diría que es el señor Tartarín
Ante este nombre de Tartarín, ante ese acento alegremente meridional, el tarasconés levantó la cabeza y vio a dos pasos de él la buena cara morena del maestro Barbassou, el capitán del Zouave, que tomaba la absenta fumando su pipa en la puerta de un pequeño café.
—¡Eh! adiós Barbassou, dijo Tartarín deteniendo su mula.
En lugar de responderle, Barbassou lo miró un momento con grandes ojos y, luego, allí estaba muerto de risa, riendo de tal forma, que Sidi Tart'ri permaneció completamente estupefacto, con el trasero sobre las sandías.
—¡Qué turbante, mi pobre señor Tartarín...! ¿Entonces es cierto lo que dicen, que se ha hecho usted turco...? Y la pequeña Baia, ¿canta siempre Marco la Belle?
—¡Marco la Belle! dijo Tartarin indignado... Sepa, capitán, que la persona de la que usted habla es una honesta muchacha mora y que no sabe ni una palabra de francés.
—Baia, ¿ni una palabra de francés...? Pero, ¿de dónde sale usted...?
Y el buen capitán se puso a reír más fuerte.
Luego, viendo el aspecto del pobre Sidi Tart'ri que se alejaba, él cambió de idea.
—A propósito, puede que no sea la misma... supongamos que estoy confundido... Únicamente, vea, señor Tartarín, sin embargo, ¡hará usted bien desconfiando de las moriscas argelinas y de los príncipes de Montenegro...!
Tartarín se puso de pie sobre sus estribos, poniendo mala cara.
—El príncipe es mi amigo, capitán.
—¡Bueno! ¡bueno! no nos enfademos... ¿No toma usted una absenta? No. ¿Nada que contar en la región...? Tampoco... ¡Pues bien! entonces, buen viaje... A propósito, colega, allí tengo buen tabaco francés, por si usted quisiera llenar algunas pipas... ¡Tómelo pues! ¡tómelo pues! Eso le sentará bien... Son vuestros sagrados tabacos de Oriente los que os enturbian las ideas.
En eso, el capitán regresó a su absenta y Tartarín, muy pensativo, retomó al trote ligero el camino de su casita... Aunque su gran alma se negase a creer nada, las insinuaciones de Barbassou lo habían dejado triste, esas palabrotas de la región, el acento de allí, todo eso despertaba en él vagos remordimientos.
En casa no encontró a nadie. Baia estaba en el baño... La negra le pareció fea, la casa triste... Presa de una indefinible melancolía, fue a sentarse cerca de la fuente y llenó una pipa con el tabaco de Barbassou. Ese tabaco estaba envuelto en un fragmento del Sémaphore. Al desplegarlo, le saltó a los ojos el nombre de su ciudad natal.
Nos escriben de Tarascón: "La ciudad está preocupada. Tartarín, el cazador de leones, partido a la caza de los grandes felinos en África, no ha dado noticias suyas desde hace varios meses... ¿Qué ha sido de nuestro heroico compatriota...? Cuando se ha conocido como nosotros a esa ardiente cabeza, esa audacia, esa necesidad de aventuras, uno a penas se atreve a preguntárselo... ¿Ha sido, como tantos otros, tragado por la arena o bien ha sucumbido ante los dientes mortíferos de uno de esos monstruos del Atlas cuyas pieles había prometido al municipio...? ¡Terrible incertidumbre! Sin embargo, mercaderes negros, venidos a la feria de Beaucaire, pretenden haber encontrado en pleno desierto a un europeo cuya descripción se ajusta a la suya, y que se dirigía hacia Tombuctú... ¡Dios guarde a nuestro Tratarín!" Cuando leyó esto, el tarasconés enrojeció, palideció, se estremeció. Se le apareció todo Tarascón: el círculo, los cazadores de gorras, la butaca verde en casa de Costecalde y, planeando por encima como un águila de alas extendidas, el formidable bigote del valiente comandante Bravida.
Entonces, al verse allí, como estaba, cobardemente agazapado en su estera, mientras que lo creían masacrando fieras, Tartarín de Tarascón tuvo vergüenza de sí mismo y lloró.
De repente el héroe dio un salto: -¡Al León! ¡al León!
Y lanzándose al trastero polvoriento donde dormían la tienda de campaña, el botiquín, las conservas, la caja de armas, los arrastró al medio del patio.
Tartarín- Sancho acababa de expirar; no quedaba más que Tartarín-Quijote.
El tiempo de inspeccionar su material, de armarse, de ponerse las cartucheras, de volver a calzar su grandes botas, de escribir dos palabras al príncipe para confiarle a Baia, el tiempo de deslizar bajo el sobre algunos billetes azules mojados de lágrimas y el intrépido tarasconés rodaba en diligencia por la ruta de Blidah, dejando en la casa a su negra estupefacta delante del narguile, el turbante, las babuchas, todo el vestuario musulman de Sidi Tart'ri que arrastraba piadosamente bajo los pequeños tréboles de la galería... Tercer episodio En terreno de los leones.
I Las diligencias deportadas.
Era una vieja diligencia de otros tiempos, acolchada a la moda antigua con tela gruesa azul completamente ajada, con esos enormes pompones de lana áspera que, después de algunas horas de camino, acaban por hacerte moxas en la espalda... Tartarín de Tarascón tenía un rincón dela cochera; se instaló como pudo y esperando respirar las emanaciones almizcladas de los grandes felinos de África, el héroe tuvo que contentarse con ese buen viejo olor de diligencia, raramente compuesto de mil olores, hombres, caballos, mujeres y cueros, vituallas y paja enmohecida.
En esa cochera había un poco de todo. Un trapense, unos mercaderes judíos, dos militares que se unían a su cuerpo —el tercero de húsares— un fotógrafo de Orleansville... Pero, por más encantadora y variada que fue la compañía, el de Tarascón no estaba como para charlar y permaneció allí completamente pensativo con el brazo metido en el chaleco y con sus carabinas entre sus rodillas... Su salida precipitada, los ojos negros de Baia, la terrible caza que iba a emprender, todo eso le turbaba la mente, sin contar que con su buen aspecto patriarcal, esa diligencia europea, reencontrada en plena África, le recordaba vagamente al Tarascón de su juventud, las carreras en el barrio, las pequeñas cenas al borde del Ródano, una multitud de recuerdos... Poco a poco, cayó la noche. El conductor encendió sus linternas... La diligencia oxidada saltaba gritando sobre sus viejos resortes; los caballos trotaban, las campanillas repicaban... De vez en cuando, bajo la lona de la imperial, un ruido terrible de chatarra... Era el material de guerra.
Tartarín de Tarascón, medio adormecido, permaneció un momento mirando a los viajeros cómicamente sacudidos por los baches y bailando ante él como insignificantes sombras, luego sus ojos se nublaron, su pensamiento voló y no escuchó más que muy vagamente el gemir del eje de las ruedas y los flancos de la diligencia que se quejaban... De pronto, una voz, una voz de hada vieja, ronca, rota, resquebrajada, llamó al tarasconés por su nombre: —¡Señor Tartarín! ¡señor Tartarín!
—¿Quién me llama?
—Soy yo, señor Tartarín, ¿no me reconoce...? Soy la vieja diligencia que hacía —hace veinte años— el servicio entre Tarascón y Nimes... ¡Cuántas veces lo he llevado, a usted y a sus amigos, cuando iban a cazar gorras por la parte de Jonquières o de Bellegarde...! Al principio no lo he reconocido a causa de su gorro de turco y del cuerpo que ha adquirido; pero tan pronto como se ha puesto a roncar, ¡bendita sea la suerte! lo he reconocido de inmediato.
—¡Está bien! ¡está bien! dijo el de Tarascón un poco ofendido.
Luego, restableciéndose, dijo: —Pero, veamos, mi pobre vieja, ¿qué es lo que ha venido a hacer aquí?
—¡Ah! mi buen señor Tartarín, no he venido por mi propia voluntad, se lo aseguro... Una vez que el ferrocarril de Beaucaire estuvo acabado, encontraron que no servía para nada y me enviaron a África... ¡Y no soy la única! casi todas las diligencias de Francia fueron deportadas como yo. Nos encontraban demasiado reaccionarias y ahora nos tiene aquí a todas llevando una vida de galera... Es lo que ustedes en Francia llaman los ferrocarriles argelinos.
Aquí, la vieja diligencia dio un largo suspiro y luego prosiguió: —¡Ay! señor Tartarín, ¡cómo echo de menos a mi bello Tarascón! ¡Entonces, aquellos eran buenos tiempos para mí, tiempos de juventud! ¡Había que verme salir por la mañana, lavada con abundante agua y completamente reluciente, con mis ruedas barnizadas como nuevas, con mis linternas que parecían dos soles y mi toldo siempre aceitado! ¡Qué bonito era cuando el postillón hacía sonar su látigo al aire de: Lagadigadeau, la Tarasque! ¡la Tarasque! y cuando el conductor con su trompeta en bandolera, su gorro bordado sobre las orejas, echando con toda sus fuerzas a su pequeño perro, siempre furioso, sobre la lona de la imperial, se abalanzaba él mismo allí arriba gritando: "¡Enciende! ¡enciende!". Entonces mis cuatro caballos se estremecían al ruido de los cascabeles, de los ladridos, de las fanfarrias, las ventanas se abrían y todo Tarascón miraba con orgullo a la diligencia pasar por el gran camino real.
¡Qué bonito camino, señor Tartarín, largo, muy entretenido, con sus mojones kilométricos, sus pequeños montones de piedras regularmente espaciados y, a derecha e izquierda, sus bonitas llanuras de olivos y viñedos...! Además, albergues cada diez pasos, postas cada cinco minutos... Y mis viajeros, ¡qué buenas personas! ¡alcaldes y curas que iban a Nimes a ver a su prefecto o a su obispo, buenos artesanos del tafetán que regresaban de Mazet con gran honestidad, colegiales de vacaciones, campesinos en blusa bordada, recién afeitados por la mañana y, en lo alto, sobre la imperial, todos ustedes, señores cazadores de gorras que siempre estaban de buen humor y que, al regresar, cantaban cada cual la suya, por la noche, bajo las estrellas...!
—Ahora es diferente... ¡Dios sabe a la gente que acarreo! un montón de malhechores venidos qué se yo de dónde, que me llenan de escoria, negros, beduinos, bárbaros, aventureros de todos los países, colonos en harapos que me apestan con sus pipas y todo eso hablando un lenguaje en el que Dios padre no comprendería nada... Y, además, ¡ya ve usted cómo me tratan! Nunca cepillada, nunca lavada. Me protesta la grasa de mis ejes... En lugar de mis grandes y buenos caballos tranquilos de antes, pequeños caballos árabes que llevan al diablo en el cuerpo, se golpean, se muerden, bailan mientras corren como cabras y me rompen mis tablas a coces... ¡Ay..! ¡ay...! ¡mire! Ahí tiene que esto comienza... ¡Y los caminos! Por aquí, todavía es soportable, porque estamos cerca del gobierno; pero, por ahí, no hay nada, ni un solo camino. Vamos como se puede, a través de montes y llanuras, en los palmeros enanos, en los lentiscos... Ni una sola posta fija. Nos detenemos según el capricho del conductor, lo mismo en una granja que en otra.
—En ocasiones, ese bribón me hace dar un desvío de dos leguas para ir a casa de un amigo a beber la absenta o el carajillo... Tras lo cual, ¡látigo, postillón! Hay que recuperar el tiempo perdido. El sol cuece, el polvo quema. ¡Siempre latigazos! ¡Sube y baja! ¡Más fuerte el látigo! Se pasan ríos a nado, uno se enfría, se moja, se ahoga... ¡Látigo! ¡látigo! ¡látigo...! Luego, por la noche completamente empapada, —¡eso es lo que me conviene a mi edad, con mis reumas!— solo me falta dormir a cielo abierto, en un patio de caravanas abierto por los cuatro costados. Por la noche, chacales y hienas vienen a olisquear mis cajones y los merodeadores que temen al rocío se ponen a cubierto en mis compartimentos... Ahí tiene la vida que llevo, mi pobre señor Tartarín y la llevaré hasta el día en que, quemada por el sol, podrida por las noches húmedas, caeré —no pudiendo hacer nada más— en un rincón de un mal camino, donde los árabes harán hervir su cuscús con los restos de mi vieja estructura... —¡Blidah! ¡Blidah! dijo el conductor abriendo la portezuela.
II En que ven pasar a un señor pequeño
Vagamente, a través de los cristales sin brillo por el barro, Tartarín de Tarascçón entrevió una plaza de bonita subprefectura, plaza regular, rodeada de arcadas y plantada de naranjos, en medio de la cual pequeños soldados de plomo hacían ejercicio en la clara bruma rosa de la mañana. Los cafés quitaban sus contraventanas. En un rincón, una lonja con verduras... Era encantador, pero eso todavía no olía a león.
—¡Al sur...! ¡Más al sur! murmuró el bueno de Tartarín afianzándose en su rincón.
En ese momento se abrió la portezuela. Entró una bocanada de aire fresco, trayendo en sus alas, en el perfume de los naranjos florecidos, un señor muy pequeño en levita color avellana, viejo, seco, arrugado, envarado, una figura gorda como un puño, con una corbata de seda negra de cinco dedos de alta, una cartera de cuero, un paraguas: el perfecto notario de pueblo.
Al divisar el material de guerra del tarasconés, el hombrecito, que se había sentado en frente, pareció excesivamente sorprendido y se puso a mirar a Tartarín con una insistencia irritante.
Desaparejaron, engancharon, la diligencia partió... El hombrecito seguía mirando a Tartarín... Finalmente, el tarasconés se picó.
-¿Esto le extraña? dijo, mirando a su vez al hombrecito directo a la cara.
-¡No! Esto me molesta, respondió el otro muy tranquilamente, y el hecho es que con su tienda de campaña, su revólver, sus dos fusiles en sus fundas, su cuchillo de caza -sin hablar de su corpulencia natural, Tartarín de Tarascón ocupaba mucho sitio... La respuesta del hombrecito le enfadó: -¿Por acaso se imagina usted que voy a ir al león con su paraguas? dijo el hombre grande orgullosamente.
El hombrecito miró su paraguas, sonrió suavemente; después, siempre con su misma flema: -Entonces, señor, ¿usted es?...
-¡Tartarín de Tarascón, matador de leones!
Al pronunciar estas palabras, el intrépido tarasconés sacudió como una crin la borla de su fez.
En la diligencia hubo un movimiento de extrañeza.
El trapense se santiguó, las señoritas dieron pequeños gritos de horror y el fotógrafo de Orléansville se acercó al cazador de leones, soñando ya con el insigne honor de hacer su fotografía.
El hombrecito no se desconcertó: —¿Ha matado ya muchos leones, señor Tartarín? preguntó con gran tranquilidad.
El tarasconés lo recibió de la misma forma: —¡Si ya habré matado muchos, señor...! Solamente le desearía que tuviera usted tantos pelos en la cabeza.
Y toda la diligencia rompió a reír al mirar los tres pelos amarillos de Cadet-Roussel que se erizaban en el cráneo del hombrecito.
A su vez, el fotógrafo de Orléansville tomó la palabra: —¡Terrible profesión la suya, señor Tartarín...! Se pasan, a veces, malos momentos... Así, ese pobre señor Bombonnel... —¡Ay! sí, el cazador de panteras... dijo Tartarín con bastante desdén.
—¿Lo conoce usted? preguntó el hombrecito.
—¡Bueno! cómo no... Si le conozco... Hemos cazado juntos en más de veinte ocasiones.
El hombrecito sonrió.
—Entonces, usted, señor Tartarín, ¿también caza la pantera?
—A veces, por pasar el tiempo..., dijo el enfurecido tarasconés.
Añadió, levantando la cabeza con un gesto heroico que encendió el corazón de las dos señoritas: —¡Eso no vale lo que un león!
—En definitiva, se atrevió el fotógrafo de Orléansville, una pantera no es más que un gran gato... —¡Exacto! dijo Tartarín que no estaba ofendido por rebajar un poco la gloria de Bombonnel, sobre todo ante las damas.
En ese momento, la diligencia se detuvo, el conductor vino a abrir la portezuela y dirigiéndose al viejecito: —Ha llegado usted, señor, le dijo con un tono respetuoso.
El hombrecito se levantó, bajó y luego antes de cerrar la portezuela, dijo: —¿Quiere usted permitirme que le dé un consejo, señor Tartarín?
—¿Cuál, señor?
—¡Le aseguro! escuche, tiene aspecto de hombre valiente, prefiero decirle lo que hay... Vuelva rápido a Tarascón, señor Tartarín... Aquí pierde su tiempo... En la provincia todavía quedan algunas panteras; pero ¡dejémoslo! es una pequeña pieza para usted... En cuanto a los leones, se acabaron. Ya no quedan en Argelia... mi amigo Chassaing acaba de matar al último.
Dicho lo cual, el hombrecito saludó, cerró la portezuela y se fue riéndose con su maletín y su paraguas.
—Conductor, preguntó Tartarín haciendo su mueca, ¿quién es pues ese buen hombre?
—¡Cómo! ¿no lo conoce usted? pero, si es el señor Bombonnel.
III Un convento de leones.
En Milianah descendió Tartarín de Tarascón, dejando a la diligencia continuar su ruta hacia el sur.
Dos días de duros traqueteos, dos noches pasadas con los ojos abiertos, mirando por la portezuela por si divisaba en los campos, al borde de la carretera, la sombra formidable del león, tantos insomnios bien merecían algunas horas de reposo. Y además, si hay que decirlo todo, después de su desventura con Bombonnel, el leal tarasconés se sentía incómodo, a pesar de sus armas, su mueca terrible, su gorra roja, delante del fotógrafo de Orléansville y las dos señoritas del tercer húsar.
Así que se dirigía a través de las anchas calles de Milianah, llenas de hermosos árboles y fuentes; pero mientras buscaba un hotel de su conveniencia, el pobre hombre no podía impedir pensar en las palabras de Bombonnel... ¿si fueran verdad después de todo? ¿Si no hubiera más leones en Argelia?... ¿A qué fin tantas carreras, tantas fatigas...?
De pronto, a la vuelta de una calle, nuestro héroe se encontró cara a cara... ¿con quién? Adivinen... Con un león soberbio, que esperaba delante de la puerta de un café, sentado realmente sobre su trasero con su melena salvaje al sol.
-¿Qué es lo que me decían entonces, que ya no quedaban más? gritó el tarasconés dando un salto hacia atrás.. Al escuchar esa exclamación, el león bajó la cabeza y, cogiendo en su boca una alcancía de madera depositada ante él en la acera y la tendió humildemente hacia Tartarín, inmóvil por el estupor... Un árabe que pasaba arrojó una gran moneda en la alcancía, el león movió la cola... Entonces, Tartarín comprendió todo. Vio lo que al principio la emoción le había impedido ver, a la muchedumbre agolpada en torno al pobre león ciego y domesticado y a los dos grandes negros armados de garrotes que lo paseaban a través de la ciudad como un saboyano su marmota.
La sangre del tarascones se revolvió: "¡Miserables, gritó con voz de trueno, humillar de este modo a esos nobles animales!". Y, abalanzándose sobre el león, le quitó la inmunda alcancía de entre sus reales mandíbulas. Los dos negros, creyendo tener que vérselas con un ladrón, se precipitaron sobre el tarasconés, con el garrote en alto... Fue un terrible tumulto... Los negros golpeaban, las mujeres chillaban y los niños reían. Un viejo zapatero judío gritaba desde el fondo de su tienda: "¡Al juez de paz! ¡Al juez de paz!". El propio león, en su noche, trató de rugir y el desdichado Tartarín, tras una lucha desesperada, rodó por tierra en medio de grandes monedas y de desechos de basura.
En ese momento un hombre se abrió paso entre la muchedumbre, separó a lo negros con una palabra, a las mujeres y a los niños con un gesto, levantó a Tartarín, lo cepilló, lo sacudió y lo sentó completamente sofocado en un hito.
—¡Cómo! ¿príncipe, eres tú...? dijo el buen Tartarín frotándose los costados.
—¡Eh! sí, mi valiente amigo, soy yo... Tan pronto como recibí su carta, confié a Baia a su hermano, alquilé una silla de posta, hice cincuenta leguas arrastrándome y aquí estoy justo a tiempo para arrancarle de la brutalidad de esos vándalos... ¿Qué es lo que ha hecho, ¡santo Dios! para atraer ese mal asunto?
—¿Qué quiere usted, príncipe...? Solo de ver a ese desdichado león con su alcancía en los dientes, humillado, vencido, mancillado, sirviendo de diversión a toda esa inmundicia musulmana... —Pero, usted se equivoca, mi noble amigo. Ese león es, por el contrario, para ellos un objeto de respeto y de adoración. Es un animal sagrado que forma parte de una gran reserva de leones, fundada hace trescientos años por Mohammed-ben-Aouda, una especie de trapa formidable y feroz, llena de bramidos y de olores de fieras, donde unos monjes singulares crían y mantienen a leones a cientos y desde allí los envían a toda África septentrional, acompañados de hermanos cuestores. Las donaciones que reciben los hermanos sirven para el mantenimiento de la reserva y de su mezquita y si los dos negros han mostrado tanto carácter hace un rato, es porque tienen la convicción de que por una moneda, una sola moneda de la cuestación, robada o perdida por su culpa, el león que ellos conducen los devoraría de inmediato.
Al escuchar este relato inverosímil y, sin embargo, verídico, Tartarín de Tarascón se deleitaba y olisqueaba el aire ruidosamente.
-Lo que está bien de todo esto, dijo a forma de conclusión, es que, mal que le pese a mi Bombonnel, ¡todavía hay leones en Argelia!...
-¡Si los hay! dijo el príncipe con entusiasmo... A partir de mañana vamos a batir la llanura de Chéliff, ¡y ya verá!...
-¡Cómo! príncipe... ¡Tendría intención de cazar, también usted!
-¡Pardiez!, así que piensa que le dejaría ir solo en plena África, en medio de esas tribus feroces de las cuales ignora su lengua y sus costumbres... ¡No! ¡no!, ilustre Tartarín, yo no le abandono más... En cualquier lugar que esté usted, quiero estar yo.
-¡Oh! príncipe, príncipe...
Y Tartarín, radiante, estrechó contra su corazón al valeroso Grégory, reflexionando con orgullo que siguiendo el ejemplo de Jules Gérard, de Bombonnel y de todos los demás matadores de leones, él iba a tener un príncipe extranjero para acompañarlo en sus cazas.
IV La caravana en marcha.
Al día siguiente, a primera hora, el intrépido Tartarín y el no menos intrépido príncipe Grégory, seguidos por una media docena de porteadores negros, salían de Milianah y descendían hacia la llanura de Chéliff por una cuesta deliciosa siempre a la sombra de jazmines, tuyas, algarrobos, olivos silvestres, entre dos setos de pequeños jardines indígenas y millares de alegres manantiales que caían de roca en roca cantando... Un paisaje del Líbano.
Tan cargado de armas como el gran Tartarín, el príncipe Grégory se había puesto, además, un magnífico y singular kepis ribeteado en oro, con una guarnición de hojas de roble bordadas en hilo de plata que daba a su alteza un falso aire de general mejicano o de jefe de estación de las orillas del Danubio.
Ese dichoso kepis intrigaba mucho al tarasconés y, como pedía tímidamente algunas explicaciones: "Tocado indispensable para viajar en África", respondió el príncipe con seriedad, y mientras hacía relucir su visera con el reverso de una manga, aleccionó a su ingenuo compañero sobre el importante papel que desempeña el kepis en nuestras relaciones con los árabes, el terror que ese distintivo militar tiene, solo, el privilegio de inspirarles, de modo que la administración civil ha sido obligada a cubrir a todo el mundo con kepis, desde el caminero hasta el recibidor del registro. En definitiva, para gobernar Argelia —sigue hablando el príncipe— no es necesaria una buena cabeza, ni siquiera un poco de cabeza. Basta un kepis, un bonito kepis trenzado, reluciente en la punta de un palo, como el gorro de Gessler.
Charlando y filosofando de este modo, la caravana seguía su marcha. Los porteadores —con los pies descalzos— saltaban de roca en roca dando gritos de mono. Las cajas de armas sonaban. Los fusiles ardían. Los indígenas que pasaban se inclinaban hasta el suelo ante el kepis mágico... Allí arriba, sobre las murallas de Milianah, el jefe de oficina árabe, que se paseaba a la fresca con su mujer, al escuchar esos ruidos insólitos y al ver unas armas relucir entre las ramas, creyó ser un golpe de mano, hizo bajar el puente levadizo, tocar a generala y puso de inmediato la ciudad en estado de sitio.
¡Bonito comienzo para la caravana!
Desgraciadamente, antes de acabar el día, las cosas se complicaron. Entre los negros que portaban los equipajes, uno fue presa de atroces cólicos por haber comido el esparadrapo de la farmacia. Otro cayó en la orilla del camino borracho perdido de aguardiente alcanforado. El tercero, el que llevaba el álbum de viaje, seducido por los dorados de los cierres y persuadido de que llevaba los tesoros de la Meca, se escapó por el Zaccar a todo correr... Hubo que informar... La caravana se detuvo y llevó a cabo un consejo a la sombra agujereada de una vieja higuera.
—Yo sería de la opinión, dijo el príncipe, tratando, pero sin éxito, de diluir una tableta de pemmican en una cacerola perfeccionada de triple fondo, sería de la opinión de que, a partir de esta tarde, renunciemos a los porteadores negros... Precisamente hay un mercado árabe muy cerca de aquí. Lo mejor es que nos detengamos allí y comprar algunos borricos... —¡No...! ¡no...! ¡borricos no...! interrumpió con fuerza el gran Tartarín, a quien el recuerdo de Noiraud había hecho ponerse completamente colorado.
Y, el hipócrita, añadió: —¿Cómo quiere usted que unos animales tan pequeños puedan llevar todos nuestros pertrechos?
El príncipe sonrió.
—Se equivoca, mi ilustre amigo. Aunque le parezca tan delgado y enclenque, el borrico argelino tiene los riñones sólidos... Así tiene que ser para soportar todo lo que soporta... Pregunte si no a los árabes. Así es cómo ellos explican nuestra organización colonial... Arriba, dicen, está mouci el gobernador, con un gran garrote que azota al estado mayor; el estado mayor para vengarse, azota al soldado; el soldado azota al colono, el colono azota al árabe, el árabe azota al negro, el negro azota al judío, el judío azota a su borrico; y el pobre borriquito, al no tener a quién azotar, tiende el espinazo y lo carga todo. Ya ve que puede llevar sus cajas.
–Es igual, replicó Tartarín de Tarascón, yo encuentro que los asnos no favorecerían la primera impresión dada nuestra caravana... Yo querría algo más oriental... Así, por ejemplo, si pudiéramos tener un camello... –Los que usted quiera, dijo su Alteza, y se pusieron de camino para el mercado árabe.
Ese mercado se encontraba a algunos kilómetros, a las orillas del Cheliff... Allí había cinco o seis mil árabes en harapos, gritando al sol y traficando ruidosamente en medio de jarras de olivas negras, de tarros de miel, de sacos de especias y de grandes montones de cigarros; grandes fuegos donde asaban corderos enteros, que goteaban manteca, carnicerías a la intemperie, en las que negros completamente desnudos, con los pies en la sangre y los brazos rojos, despiezaban con cuchillos pequeños unos cabritos colgados de una percha.
En un rincón, bajo una tienda remendada con mil colores, un escribano moro con un gran libro y gafas. Aquí, un grupo y gritos de rabia: se trata de un juego de ruleta instalado sobre una medida de trigo y unas cabilias que se sacan las entrañas alrededor... Más allá, pataleos, alegría, risas: es un mercader judío con su mula a la que miran ahogarse en el Cheliff... Luego unos escorpiones, perros, cuervos y ¡moscas...! ¡moscas...!
Entre otras cosas, faltaban los camellos. Sin embargo, acabaron por descubrir uno del que unos M'zabites trataban de deshacerse. Se trataba de un verdadero camello del desierto, el clásico camello, sin pelo, de aspecto triste, con su larga cabeza de beduino y su joroba que, vuelta flácida como consecuencia de ayunos demasiado largos, caía melancólicamente sobre el costado.
Tartarín lo encontró tan bonito que quiso que la caravana entera montara encima... ¡La locura oriental de siempre...!
El animal se agachó. Ataron los baúles. El príncipe se colocó sobre el cuello del animal. Tartarín, para mayor majestuosidad, se hizo subir a lo más alto de la joroba, entre dos cajas y, allí, orgulloso y bien instalado, saludando con un gesto noble a todo el mercado que acudió corriendo, dio la señal de salida... ¡Rayos! ¡si los de Tarascón hubieran podido verlo...!
El camello se puso de pie, estiró sus grandes patas huesudas y tomó su vuelo... ¡Oh estupor! Al cabo de algunas zancadas, ahí está Tartarín sintiendo que palidece y al heroico fez que vuelve a adoptar una a una sus antiguas posiciones de los tiempos del Zouave. Ese diablo de camello cabeceaba como una fragata.
—Príncipe, príncipe, murmuró Tartarín completamente pálido y colgándose de la estopa seca de la joroba, príncipe, bajemos... Siento... siento... que voy a deshonrar a Francia... ¡Vete a dar un paseo! el camello estaba lanzado y nada podía ya detenerlo. Cuatro mil árabes corrían detrás, con los pies descalzos, gesticulando, riendo como locos y haciendo relucir al sol seiscientos mil dientes blancos... El gran hombre de Tarascón debió resignarse. Se desplomó tristemente sobre la joroba. El fez adoptó todas las posiciones que quiso... y Francia quedó deshonrada.
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VII.
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Histoire d’un omnibus, d’une Mauresque et d’un chapelet de fleurs de jasmin.
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– Les lions sont dans le Sud, pensa le héros ; eh bien !
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j’irai dans le Sud.
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La tente-abri était d’un lourd!
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pauvre Tartarin de Tarascon!
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Il y avait au fond, le nez dans son bréviaire, un vicaire d’Alger à grande barbe noire.
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En face, un jeune marchand maure, qui fumait de grosses cigarettes.
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On les entendait rire et jacasser entre elles sous leurs masques, en croquant des pâtisseries.
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Tartarin crut s’apercevoir qu’elles le regardaient beaucoup.
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Le malheureux Tartarin ne savait où se fourrer.
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Répondre à ce regard, à cette pression !
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L’omnibus s’arrêta.
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On était sur la place du Théâtre, à l’entrée de la rue Bab-Azoun.
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Le Tarasconnais n’y résista pas.
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Ivre d’amour et prêt à tout, il s’élança derrière la Mauresque...
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VIII.
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Lions de l’Atlas, dormez!
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Lions de l’Atlas, dormez!
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Dormez sans peur, grands lions roux !
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Le Tarasconnais cherche sa Mauresque.
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Il lui faut sa Maugrabine !
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Il la veut !
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Il l’aura !
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Mais ce n’est pas une mince affaire !
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Un vrai coupe-gorge, cette ville haute.
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Des portes basses, des fenêtres toutes petites, muettes, tristes, grillagées.
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Dire que notre Tartarin traversait sans émotion cette cité formidable, ce serait mentir.
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Tout à fait comme à Tarascon, en allant au cercle.
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Huit jours durant, l’intrépide Tartarin ne quitta pas la ville haute.
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– Elle est peut-être là !
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se disait-il.
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– Tenons-nous bien !
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pensait le héros.
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Il va m’arriver quelque chose !
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118 IX Le prince Grégory du Monténégro.
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Voici dans quelles circonstances.
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C’est l’éternel et insipide bal masqué de province.
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Le vrai coup d’oeil n’est pas là.
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Plus loin, ce sont des tribus de juifs algériens, jouant en famille.
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Les hommes ont le costume oriental hideusement agrémenté de bas bleus et de casquettes de velours.
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– M’sieu !...
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– Après ?...
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M’sieu !...
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– Apprenez à qui vous parlez, m’sieu !
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– Je ne demande pas mieux, m’sieu !
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– Je suis le prince Grégory du Monténégro, 121 m’sieu !...
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Personne !
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Tartarin indigné fit un pas en avant.
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– Pardon... je connais le préïnce !
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dit-il d’une voix très ferme, et de son plus bel accent tarasconnais.
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L’officier de chasseurs le regarda un moment bien en face, puis levant les épaules : – Allons !
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c’est bon... Partagez-vous les vingt francs qui manquent et qu’il n’en soit plus 122 question.
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Là-dessus il tourna le dos et se perdit dans la foule.
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Et, prenant le Tarasconnais par le bras, il l’entraîna dehors rapidement.
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souffla l’autre timidement.
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– Tartarin, Barbarin, n’importe !
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unit 101
Entre nous, maintenant, c’est à la vie, à la mort !
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unit 103
– Préïnce !
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unit 104
Préïnce !
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unit 105
répétait-il avec ivresse.
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unit 107
Vous ne pouvez rien imaginer de plus séduisant que ce prince monténégrin.
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unit 111
Et le Tarasconnais, 124 par discrétion, n’osa pas en demander davantage.
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unit 112
Toutes ces grandes existences ont des côtés si mystérieux !...
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unit 113
En fin de compte, un très bon prince, ce seigneur Grégory.
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unit 115
On but sec et longtemps.
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unit 116
On trinqua « aux dames d’Alger !
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unit 117
au Monténégro libre !...
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unit 119
L’air était chaud, le ciel plein d’étoiles.
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unit 120
Dans les platanes, un rossignol chantait... Ce fut Tartarin qui paya la note.
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unit 121
125 X Dis-moi le nom de ton père, et je te dirai le nom de cette fleur.
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unit 122
Parlez-moi des princes monténégrins pour lever lestement la caille.
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unit 125
quelle chance !
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unit 126
fit joyeusement le brave Tartarin, qui se méfiait des maris d’Orient.
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unit 127
– Oui, mais très surveillée par son frère.
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unit 128
– Ah !
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unit 129
diantre !...
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unit 130
– Un Maure farouche qui vend des pipes au bazar d’Orléans... 126 Ici un silence.
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unit 131
– Bon !
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unit 134
– Ecrire à la dame tout simplement, et lui demander un rendez-vous !
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unit 135
– Elle sait donc le français ?...
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unit 136
fit d’un air désappointé le naïf Tartarin qui rêvait d’Orient sans mélange.
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unit 138
– Ô prince, que de bontés !
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unit 139
Et le Tarasconnais se mit à marcher à grands pas dans la chambre, silencieux et se recueillant.
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unit 140
unit 143
128 – Allons vite acheter des pipes !
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unit 144
fit Tartarin plein d’ardeur.
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unit 145
– Non !...
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unit 146
non !...
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unit 147
Laissez-moi y aller seul.
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unit 148
Je les aurai à meilleur compte... – Comment !
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unit 149
vous voulez... Ô prince... prince...
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unit 153
se demandait parfois le pauvre Tartarin ; – mais il paya quand même et sans 129 lésiner.
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unit 156
Le prince, toujours obligeant, vint à ce premier rendez-vous en qualité d’interprète.
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unit 157
La dame habitait dans le haut de la ville.
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unit 158
Devant sa porte, un jeune Maure de treize à quatorze ans fumait des cigarettes.
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unit 159
C’était le fameux Ali, le frère en question.
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unit 160
En voyant arriver les deux visiteurs, il frappa deux coups à la poterne et se retira discrètement.
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unit 161
La porte s’ouvrit.
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unit 163
unit 164
Au fait, était-ce bien la même ?
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unit 165
Mais ce soupçon ne fit que traverser le cerveau de Tartarin comme un éclair.
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unit 169
131 XI Sidi Tart’ri ben Tart’ri.
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unit 179
Le narghilé, le bain, l’amour remplissaient toute sa vie.
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unit 180
On sortait peu.
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unit 183
En somme, le Tarasconnais était très heureux.
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unit 190
Des fredons de guitare arrivaient, portés par la brise.
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unit 194
136 Tarascon, voile-toi la face !
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unit 195
ton Tartarin songeait à se faire renégat.
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unit 196
137 XII On nous écrit de Tarascon.
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unit 198
Tout à coup, en entrant dans la ville, un appel formidable le réveilla.
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unit 199
– Hé !
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unit 200
monstre de sort !
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unit 201
on dirait monsieur Tartarin.
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unit 203
– Hé !
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unit 204
adieu Barbassou, fit Tartarin en arrêtant sa mule.
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unit 206
– Qué turban, mon pauvre monsieur Tartarin !...
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unit 207
C’est donc vrai ce qu’on dit, que vous vous êtes fait Teur ?...
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unit 208
Et la petite Baïa, est-ce qu’elle chante toujours Marco la Belle ?
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unit 209
– Marco la Belle !
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unit 211
– Baïa, pas un mot de français ?...
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unit 212
D’où sortez-vous donc ?...
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unit 213
Et le brave capitaine se remit à rire plus fort.
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unit 214
139 Puis, voyant la mine du pauvre Sidi Tart’ri qui s’allongeait, il se ravisa.
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unit 216
Tartarin se dressa sur ses étriers, en faisant sa moue.
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unit 217
– Le prince est mon ami, capitaine.
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unit 218
– Bon !
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unit 219
bon !
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unit 220
ne nous fâchons pas... Vous ne prenez pas une absinthe ?
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unit 221
Non.
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unit 222
Rien à faire dire au pays ?...
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unit 223
Non plus... Eh bien !
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unit 225
prenez donc !
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unit 226
ça vous fera du bien... Ce sont vos sacrés tabacs d’Orient qui vous barbouillent les idées.
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unit 228
Au logis, il ne trouva personne.
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unit 230
Ce tabac était enveloppé dans un fragment du Sémaphore.
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unit 231
En le déployant, le nom de sa ville natale lui sauta aux yeux.
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unit 232
On nous écrit de Tarascon : « La ville est dans les transes.
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unit 235
Terrible incertitude !
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unit 237
» Quand il lut cela, le Tarasconnais rougit, pâlit, frissonna.
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unit 240
Tout à coup le héros bondit : – Au lion !
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unit 241
au lion !
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unit 243
Tartarin-Sancho venait d’expirer ; il ne restait plus que Tartarin-Quichotte.
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unit 245
144 I Les diligences déportées.
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unit 247
Il y avait de tout un peu dans cette rotonde.
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unit 252
monsieur Tartarin !
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unit 253
– Qui m’appelle ?
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unit 254
– C’est moi, monsieur Tartarin ; vous ne me reconnaissez pas ?...
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 257
je vous ai reconnu tout de suite.
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unit 258
– C’est bon !
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unit 259
c’est bon !
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unit 260
fit le Tarasconnais un peu vexé.
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unit 262
– Ah !
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unit 264
Et je ne suis pas la seule !
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unit 265
presque toutes les diligences de France ont été déportées comme moi.
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unit 267
Ici la vieille diligence poussa un long soupir ; puis elle reprit : – Ah !
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unit 268
monsieur Tartarin, que je le regrette, mon beau Tarascon !
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unit 269
C’était alors le bon temps pour moi, le temps de la jeunesse !
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unit 272
la Tarasque !
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unit 274
allume !
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unit 277
Et mes voyageurs, quels braves gens !
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unit 279
« Maintenant, c’est une autre histoire... Dieu sait les gens que je charrie !
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unit 281
Et puis vous voyez comme on me traite !
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unit 282
Jamais brossée, jamais lavée.
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unit 283
On me plaint le cambouis de mes essieux...
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unit 285
aïe !...
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unit 286
tenez !
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 287
Voilà que cela commence...
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unit 288
Et les routes !
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On arrête au 150 caprice du conducteur, tantôt dans une ferme, tantôt dans une autre.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 293
Il faut rattraper le temps perdu.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 294
Le soleil cuit, la poussière brûle.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 295
Fouette toujours !
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 296
On accroche, on verse !
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 297
Fouette plus fort !
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unit 298
On passe des rivières à la nage, on s’enrhume, on se mouille, on se noie... Fouette !
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unit 299
fouette !
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unit 300
fouette !...
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 301
Puis le soir, toute ruisselante, – c’est cela qui est bon à mon âge, avec mes rhumatismes !
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unit 302
unit 304
Blidah !
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 305
fit le conducteur en ouvrant la portière.
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unit 306
152 II Où l’on voit passer un petit monsieur.
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unit 308
Les cafés ôtaient leurs volets.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 309
unit 310
– Au sud !...
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unit 311
Plus au sud !
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unit 312
murmura le bon Tartarin en se renfonçant dans son coin.
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unit 313
À ce moment, la portière s’ouvrit.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 316
On détela, on attela, la diligence partit...
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 317
Le petit monsieur regardait toujours Tartarin... À la fin, le Tarasconnais prit la mouche.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 318
– Ça vous étonne ?
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 319
fit-il en regardant à son tour le petit monsieur bien en face.
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unit 320
– Non !
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unit 322
dit le grand homme fièrement.
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unit 324
– Tartarin de Tarascon, tueur de lions !
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 325
unit 326
Il y eut dans la diligence un mouvement de stupeur.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 329
demanda-t-il très tranquillement.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 330
Le Tarasconnais le reçut de la belle manière : – Si j’en ai beaucoup tué, monsieur !...
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 331
Je vous 155 souhaiterais d’avoir seulement autant de cheveux sur la tête.
1 Translations, 2 Upvotes, Last Activity 6 years, 7 months ago
unit 334
On passe quelquefois de mauvais moments... Ainsi, ce pauvre M. Bombonnel... – Ah !
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unit 335
oui, le tueur de panthères... fit Tartarin assez dédaigneusement.
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unit 336
– Est-ce que vous le connaissez ?
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unit 337
demanda le petit monsieur.
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unit 338
– Té !
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unit 339
pardi... Si je le connais... Nous avons chassé plus de vingt fois ensemble.
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unit 340
Le petit monsieur sourit .
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unit 341
– Vous chassez donc la panthère aussi, monsieur Tartarin ?
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unit 342
– Quelquefois, par passe-temps..., fit l’enragé Tarasconnais.
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unit 348
– Lequel, monsieur ?
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unit 349
– Ma foi !
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unit 351
c’est un trop petit gibier pour vous... Quant aux lions, c’est fini.
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unit 352
Il n’en reste plus en Algérie... mon ami Chassaing vient de tuer le dernier.
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unit 354
unit 355
– Comment !
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unit 356
vous ne le connaissez pas ?
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unit 357
mais c’est M. Bombonnel.
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unit 358
158 III Un couvent de lions.
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unit 359
À Milianah, Tartarin de Tarascon descendit, laissant la diligence continuer sa route vers le Sud.
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unit 363
S’il n’y avait plus de lions en Algérie ?...
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unit 364
À quoi bon alors tant de courses, tant de fatigues ?...
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unit 365
Soudain, au détour d’une rue, notre héros se trouva face à face... avec qui ?
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unit 367
– Qu’est-ce qu’ils me disaient donc, qu’il n’y en avait plus ?
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unit 371
unit 373
Un vieux cordonnier juif criait du fond de sa boutique : « Au zouge de paix !
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unit 374
Au zouge de paix !
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unit 377
– Comment !
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unit 378
préïnce, c’est vous ?...
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unit 379
fit le bon Tartarin en se frottant les côtes.
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unit 380
161 – Eh !
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unit 382
pour vous attirer cette méchante affaire ?
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unit 383
– Que voulez-vous, prince ?...
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unit 385
Ce lion est, au contraire, pour eux un objet de respect et d’adoration.
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unit 390
– S’il y en a !
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unit 392
– Eh quoi !
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unit 393
préïnce... Auriez-vous l’intention de chasser, vous aussi !
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unit 394
– Parbleu !
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unit 396
Non !
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unit 397
non !
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unit 398
illustre Tartarin, je ne vous quitte plus... Partout où vous serez, je veux être.
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unit 399
163 – Oh !
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unit 400
préïnce, préïnce...
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unit 402
164 IV La caravane en marche.
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unit 408
Ainsi causant et philosophant, la caravane allait son train.
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unit 409
Les portefaix – pieds nus – sautaient de roche en roche avec des cris de 166 singes.
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unit 410
Les caisses d’armes sonnaient.
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unit 411
Les fusils flambaient.
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unit 413
Beau début pour la caravane !
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unit 414
Malheureusement, avant la fin du jour, les choses se gâtèrent.
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Un autre tomba sur le bord de la route ivre-mort d’eau-de-vie camphrée.
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Le mieux est de nous y arrêter, et de faire emplette de quelques bourriquots... – Non !...
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non !...
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pas de bourriquots !...
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interrompit vivement le grand Tartarin, que le souvenir de Noiraud avait fait devenir tout rouge.
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Le prince sourit.
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– C’est ce qui vous trompe, mon illustre ami.
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Vous voyez bien qu’il peut porter vos caisses.
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des mouches !...
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Par exemple, les chameaux manquaient.
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On finit pourtant par en découvrir un, dont des M’zabites cherchaient à se défaire.
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170 La bête s’accroupit.
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On sangla les malles.
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Le prince s’installa sur le cou de l’animal.
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si ceux de Tarascon avaient pu le voir !...
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Le chameau se redressa, allongea ses grandes jambes à noeuds, et prit son vol... Ô stupeur !
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Ce diable de chameau tanguait comme une frégate.
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le chameau était lancé, et rien ne pouvait plus l’arrêter.
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Il s’affaissa tristement sur la bosse.
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La chéchia prit toutes les positions qu’elle voulut... et la France fut bafouée.
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VII.
Histoire d’un omnibus, d’une Mauresque et d’un chapelet de fleurs de jasmin.

Cette première aventure aurait eu de quoi décourager bien des gens; mais les hommes trempés comme Tartarin ne se laissent pas facilement abattre.
– Les lions sont dans le Sud, pensa le héros ; eh bien ! j’irai dans le Sud.
Et dès qu’il eut avalé son dernier morceau, il se leva, remercia son hôte, embrassa la vieille sans rancune, versa une dernière larme sur l’infortuné Noiraud et retourna bien vite à Alger avec la ferme intention de boucler ses malles et de partir le jour même pour le Sud.
Malheureusement la grande route de Mustapha semblait s’être allongée depuis la veille : il faisait un soleil, une poussière! La tente-abri était d’un lourd! Tartarin ne se sentit pas le courage d’aller à pied jusqu’à la ville, et le premier omnibus qui passa, il fit signe et monta dedans...
Ah! pauvre Tartarin de Tarascon! Combien il aurait mieux fait pour son nom, pour sa gloire, de ne pas entrer dans cette fatale guimbarde et de continuer pédestrement sa route, au risque de tomber asphyxié sous le poids de l’atmosphère, de la tente-abri et de ses lourds fusils rayés à doubles canons...
Tartarin étant monté, l’omnibus fut complet. Il y avait au fond, le nez dans son bréviaire, un vicaire d’Alger à grande barbe noire. En face, un jeune marchand maure, qui fumait de grosses cigarettes. Puis, un matelot maltais, et quatre ou cinq Mauresques masquées de linges blancs, et dont on ne pouvait voir que les yeux. Ces dames venaient de faire leurs dévotions au cimetière d’Abd-el-Kader ; mais cette vision funèbre ne semblait pas les avoir attristées. On les entendait rire et jacasser entre elles sous leurs masques, en croquant des pâtisseries.

Tartarin crut s’apercevoir qu’elles le regardaient beaucoup. Une surtout, celle qui était assise en face de lui, avait planté son regard dans le sien, et ne le retira pas de toute la route. Quoique la dame fût voilée, la vivacité de ce grand oeil noir allongé par le khol, un poignet délicieux et fin chargé de bracelets d’or qu’on entrevoyait de temps en temps entre les voiles, tout, le son de la voix, les mouvements gracieux, presque enfantins de la tête, disait qu’il y avait là-dessous quelque chose de jeune, de joli, d’adorable... Le malheureux Tartarin ne savait où se fourrer. La caresse muette de ces beaux yeux d’Orient le troublait, l’agitait, le faisait mourir ; il avait chaud, il avait froid...
Pour l’achever, la pantoufle de la dame s’en mêla : sur ses grosses bottes de chasse, il la sentait courir, cette mignonne pantoufle, courir et frétiller comme une petite souris rouge... Que faire ? Répondre à ce regard, à cette pression ! Oui, mais les conséquences... Une intrigue d’amour en Orient, c’est quelque chose de terrible !... Et avec son imagination romanesque et méridionale, le brave Tarasconnais se voyait déjà tombant aux mains des eunuques, décapité, mieux que cela peut-être, cousu dans un sac de cuir, et roulant sur la mer, sa tête à côté de lui. Cela le refroidissait un peu... En attendant, la petite pantoufle continuait son manège, et les yeux d’en face s’ouvraient tout grands vers lui comme deux fleurs de velours noir, en ayant l’air de dire :
– Cueille-nous !...

L’omnibus s’arrêta. On était sur la place du Théâtre, à l’entrée de la rue Bab-Azoun. Une à une, empêtrées dans leurs grands pantalons et serrant leurs voiles contre elles avec une grâce sauvage, les Mauresques descendirent. La voisine de Tartarin se leva la dernière, et en se levant son visage passa si près de celui du héros qu’il l’effleura de son haleine, un vrai bouquet de jeunesse et de fraîcheur, avec je ne sais quel arrière-parfum de jasmin, de musc et de pâtisserie.
Le Tarasconnais n’y résista pas. Ivre d’amour et prêt à tout, il s’élança derrière la Mauresque... Au bruit de ses buffleteries, elle se retourna, mit un doigt sur son masque comme pour dire « chut ! » et vivement, de l’autre main, elle lui jeta un petit chapelet parfumé, fait avec des fleurs de jasmin. Tartarin de Tarascon se baissa pour le ramasser ; mais comme notre héros était un peu lourd et très chargé d’armures, l’opération fut assez longue...
Quand il se releva, le chapelet de jasmin sur son coeur, – la Mauresque avait disparu.

VIII.

Lions de l’Atlas, dormez!

Lions de l’Atlas, dormez! Dormez tranquilles au fond de vos retraites, dans les aloès et les cactus sauvages... De quelques jours encore, Tartarin de Tarascon ne vous massacrera point. Pour le moment, tout son attirail de guerre, – caisse d’armes, pharmacie, tente-abri, conserves alimentaires, – repose paisiblement emballé, à l’hôtel d’Europe, dans un coin de la chambre 36.
Dormez sans peur, grands lions roux ! Le Tarasconnais cherche sa Mauresque. Depuis l’histoire de l’omnibus, le malheureux croit sentir perpétuellement sur son pied, sur son vaste pied de trappeur, les frétillements de la petite souris rouge ; et la brise de mer, en effleurant ses lèvres, se parfume toujours – quoi qu’il fasse – d’une amoureuse odeur de pâtisserie et d’anis.

Il lui faut sa Maugrabine ! Il la veut ! Il l’aura !
Mais ce n’est pas une mince affaire ! Retrouver dans une ville de cent mille âmes une personne dont on ne connaît que l’haleine, les pantoufles et la couleur des yeux ; il n’y a qu’un Tarasconnais, féru d’amour, capable de tenter une pareille aventure.
Le terrible c’est que, sous leurs grands masques blancs, toutes les Mauresques se ressemblent ; puis ces dames ne sortent guère, et, quand on veut en voir, il faut monter dans la ville haute, la ville arabe, la ville des Teurs.
Un vrai coupe-gorge, cette ville haute. De petites ruelles noires très étroites, grimpant à pic entre deux rangées de maisons mystérieuses dont les toitures se rejoignent et font tunnel. Des portes basses, des fenêtres toutes petites, muettes, tristes, grillagées. Et puis, de droite et de gauche, un tas d’échoppes très sombres où les Teurs farouches à têtes de forbans – yeux blancs et dents brillantes – fument de longues pipes, et se parlent à voix basse comme pour concerter de
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mauvais coups...
Dire que notre Tartarin traversait sans émotion cette cité formidable, ce serait mentir. Il était au contraire très ému, et dans ces ruelles obscures, dont son gros ventre tenait toute la largeur, le brave homme n’avançait qu’avec la plus grande précaution, l’oeil aux aguets, le doigt sur la détente d’un revolver. Tout à fait comme à Tarascon, en allant au cercle. À chaque instant il s’attendait à recevoir sur le dos toute une dégringolade d’eunuques et de janissaires, mais le désir de revoir sa dame lui donnait une audace et une force de géant.
Huit jours durant, l’intrépide Tartarin ne quitta pas la ville haute. Tantôt on le voyait faire le pied de grue devant les bains maures, attendant l’heure où ces dames sortent par bandes, frissonnantes et sentant le bain ; tantôt il apparaissait accroupi à la porte des mosquées, suant et soufflant pour quitter ses grosses bottes avant d’entrer dans le sanctuaire...
Parfois, à la tombée de la nuit, quand il s’en revenait navré de n’avoir rien découvert, pas plus
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au bain qu’à la mosquée, le Tarasconnais, en passant devant les maisons mauresques, entendait des chants monotones, des sons étouffés de guitare, des roulements de tambours de basque, et des petits rires de femme qui lui faisaient battre le coeur.
– Elle est peut-être là ! se disait-il.
Alors, si la rue était déserte, il s’approchait d’une de ces maisons, levait le lourd marteau de la poterne basse, et frappait timidement... Aussitôt les chants, les rires cessaient. On n’entendait plus derrière la muraille que de petits chuchotements vagues, comme dans une volière endormie.
– Tenons-nous bien ! pensait le héros. Il va m’arriver quelque chose !
Ce qui lui arrivait le plus souvent, c’était une grande potée d’eau froide sur la tête, ou bien des peaux d’oranges et de figues de Barbarie... Jamais rien de plus grave...
Lions de l’Atlas, dormez !
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IX
Le prince Grégory du Monténégro.
Il y avait deux grandes semaines que l’infortuné Tartarin cherchait sa dame algérienne, et très vraisemblablement il la chercherait encore, si la Providence des amants n’était venue à son aide sous les traits d’un gentilhomme monténégrin. Voici dans quelles circonstances.
En hiver, toutes les nuits de samedi, le grand théâtre d’Alger donne son bal masqué, ni plus ni moins que l’Opéra. C’est l’éternel et insipide bal masqué de province. Peu de monde dans la salle, quelques épaves de Bullier ou du Casino, vierges folles suivant l’armée, chicards fanés, débardeurs en déroute, et cinq ou six petites blanchisseuses mahonnaises qui se lancent, mais gardent de leur temps de vertu un vague parfum d’ail et de sauces safranées. Le vrai coup d’oeil n’est pas là.
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Il est au foyer, transformé pour la circonstance en salon de jeu... Une foule fiévreuse et bariolée s’y bouscule, autour des longs tapis verts : des turcos en permission misant les gros sous du prêt, des Maures marchands de la ville haute, des nègres, des Maltais, des colons de l’intérieur qui ont fait quarante lieues pour venir hasarder sur un as l’argent d’une charrue ou d’une couple de boeufs... tous frémissants, pâles, les dents serrées, avec ce regard singulier du joueur, trouble, en biseau, devenu louche à force de fixer toujours la même carte.
Plus loin, ce sont des tribus de juifs algériens, jouant en famille. Les hommes ont le costume oriental hideusement agrémenté de bas bleus et de casquettes de velours. Les femmes, bouffies et blafardes, se tiennent toutes raides dans leurs étroits plastrons d’or... Groupée autour des tables, toute la tribu piaille, se concerte, compte sur ses doigts et joue peu. De temps en temps seulement, après de longs conciliabules, un vieux patriarche à barbe de Père éternel se détache et va risquer le douro familial... C’est alors, tant que la partie dure, un scintillement d’yeux hébraïques tournés
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vers la table, terribles yeux d’aimant noir qui font frétiller les pièces d’or sur le tapis et finissent par les attirer tout doucement comme par un fil...
Puis des querelles, des batailles, des jurons de tous les pays, des cris fous dans toutes les langues, des couteaux qu’on dégaine, la garde qui monte, de l’argent qui manque !...
C’est au milieu de ces saturnales que le grand Tartarin était venu s’égarer un soir, pour chercher l’oubli et la paix du coeur.
Le héros s’en allait seul, dans la foule, pensant malgré tout à sa Mauresque, quand, tout à coup, à une table de jeu, par-dessus les cris, le bruit de l’or, deux voix irritées s’élevèrent :
– Je vous dis qu’il me manque vingt francs, m’sieu !...
– M’sieu !...
– Après ?... M’sieu !...
– Apprenez à qui vous parlez, m’sieu !
– Je ne demande pas mieux, m’sieu !
– Je suis le prince Grégory du Monténégro,
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m’sieu !...
À ce nom Tartarin, tout ému, fendit la foule et vint se placer au premier rang, joyeux et fier de retrouver son prince, ce prince monténégrin si poli dont il avait ébauché la connaissance à bord du paquebot... Malheureusement, ce titre d’altesse, qui avait tant ébloui le bon Tarasconnais, ne produisit pas la moindre impression sur l’officier de chasseurs avec qui le prince avait son algarade.
– Me voilà bien avancé... fit le militaire en ricanant ; puis se tournant vers la galerie : Grégory du Monténégro... qui connaît ça ?... Personne !
Tartarin indigné fit un pas en avant.
– Pardon... je connais le préïnce ! dit-il d’une voix très ferme, et de son plus bel accent tarasconnais.
L’officier de chasseurs le regarda un moment bien en face, puis levant les épaules :
– Allons ! c’est bon... Partagez-vous les vingt francs qui manquent et qu’il n’en soit plus
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question.
Là-dessus il tourna le dos et se perdit dans la foule.
Le fougueux Tartarin voulait s’élancer derrière lui, mais le prince l’en empêcha :
– Laissez... j’en fais mon affaire.
Et, prenant le Tarasconnais par le bras, il l’entraîna dehors rapidement.
Dès qu’ils furent sur la place, le prince Grégory du Monténégro se découvrit, tendit la main à notre héros, et, se rappelant vaguement son nom, commença d’une voix vibrante :
– Monsieur Barbarin...
– Tartarin ! souffla l’autre timidement.
– Tartarin, Barbarin, n’importe ! Entre nous, maintenant, c’est à la vie, à la mort !
Et le noble Monténégrin lui secoua la main avec une farouche énergie... Vous pensez si le Tarasconnais était fier.
– Préïnce ! Préïnce ! répétait-il avec ivresse.
Un quart d’heure après, ces deux messieurs
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étaient installés au restaurant des Platanes, agréable maison de nuit dont les terrasses plongent sur la mer, et là, devant une forte salade russe, arrosée d’un joli vin de Crescia, on renoua connaissance.
Vous ne pouvez rien imaginer de plus séduisant que ce prince monténégrin. Mince, fin, les cheveux crépus, frisé au petit fer, rasé à la pierre ponce, constellé d’ordres bizarres, il avait l’oeil futé, le geste câlin et un accent vaguement italien qui lui donnait un faux air de Mazarin sans moustaches : très ferré d’ailleurs sur les langues latines, et citant à tout propos Tacite, Horace et les Commentaires.
De vieille race héréditaire, ses frères l’avaient, paraît-il, exilé dès l’âge de dix ans, à cause de ses opinions libérales, et depuis il courait le monde pour son instruction et son plaisir, en Altesse philosophe... Coïncidence singulière ! Le prince avait passé trois ans à Tarascon, et comme Tartarin s’étonnait de ne l’avoir jamais rencontré au cercle ou sur l’esplanade : « Je sortais peu... » fit l’Altesse d’un ton évasif. Et le Tarasconnais,
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par discrétion, n’osa pas en demander davantage. Toutes ces grandes existences ont des côtés si mystérieux !...
En fin de compte, un très bon prince, ce seigneur Grégory. Tout en sirotant le vin rosé de Crescia, il écouta patiemment Tartarin lui parler de sa Mauresque et même il se fit fort, connaissant toutes ces dames, de la retrouver promptement.
On but sec et longtemps. On trinqua « aux dames d’Alger ! au Monténégro libre !... »
Dehors, sous la terrasse, la mer roulait, et les vagues, dans l’ombre, battaient la rive avec un bruit de draps mouillés qu’on secoue. L’air était chaud, le ciel plein d’étoiles.
Dans les platanes, un rossignol chantait...
Ce fut Tartarin qui paya la note.
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X
Dis-moi le nom de ton père, et je te dirai le nom de cette fleur.
Parlez-moi des princes monténégrins pour lever lestement la caille.
Le lendemain de cette soirée aux Platanes, dès le petit jour, le prince Grégory était dans la chambre du Tarasconnais.
– Vite, vite, habillez-vous... Votre Mauresque est retrouvée... Elle s’appelle Baïa... Vingt ans, jolie comme un coeur, et déjà veuve...
– Veuve !... quelle chance ! fit joyeusement le brave Tartarin, qui se méfiait des maris d’Orient.
– Oui, mais très surveillée par son frère.
– Ah ! diantre !...
– Un Maure farouche qui vend des pipes au bazar d’Orléans...
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Ici un silence.
– Bon ! reprit le prince, vous n’êtes pas homme à vous effrayer pour si peu ; et puis on viendra peut-être à bout de ce forban en lui achetant quelques pipes... Allons vite, habillez-vous... heureux coquin !
Pâle, ému, le coeur plein d’amour, le Tarasconnais sauta de son lit et, boutonnant à la hâte son vaste caleçon de flanelle :
– Qu’est-ce qu’il faut que je fasse ?
– Ecrire à la dame tout simplement, et lui demander un rendez-vous !
– Elle sait donc le français ?... fit d’un air désappointé le naïf Tartarin qui rêvait d’Orient sans mélange.
– Elle n’en sait pas un mot, répondit le prince imperturbablement... mais vous allez me dicter la lettre, et je traduirai à mesure.
– Ô prince, que de bontés !
Et le Tarasconnais se mit à marcher à grands pas dans la chambre, silencieux et se recueillant.
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Vous pensez qu’on n’écrit pas à une Mauresque d’Alger comme à une grisette de Beaucaire. Fort heureusement que notre héros avait par devers lui ses nombreuses lectures qui lui permirent, en amalgamant la rhétorique apache des Indiens de Gustave Aimard, avec le Voyage en Orient de Lamartine, et quelques lointaines réminiscences du Cantique des cantiques, de composer la lettre la plus orientale qu’il se pût voir. Cela commençait par :
« Comme l’autruche dans les sables... »
Et finissait par :
« Dis-moi le nom de ton père, et je te dirai le nom de cette fleur... »
À cet envoi, le romanesque Tartarin aurait bien voulu joindre un bouquet de fleurs emblématiques, à la mode orientale ; mais le prince Grégory pensa qu’il valait mieux acheter quelques pipes chez le frère, ce qui ne manquerait pas d’adoucir l’humeur sauvage du monsieur et ferait certainement très grand plaisir à la dame, qui fumait beaucoup.
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– Allons vite acheter des pipes ! fit Tartarin plein d’ardeur.
– Non !... non !... Laissez-moi y aller seul. Je les aurai à meilleur compte...
– Comment ! vous voulez... Ô prince... prince...
Et le brave homme, tout confus, tendit sa bourse à l’obligeant Monténégrin, en lui recommandant de ne rien négliger pour que la dame fût contente.
Malheureusement l’affaire – quoique bien lancée – ne marcha pas aussi vite qu’on aurait pu l’espérer. Très touchée, paraît-il, de l’éloquence de Tartarin et du reste aux trois quarts séduite par avance, la Mauresque n’aurait pas mieux demandé que de le recevoir ; mais le frère avait des scrupules, et, pour les endormir, il fallut acheter des douzaines, des grosses, des cargaisons de pipes...
– Qu’est-ce que diable Baïa peut faire de toutes ces pipes ? se demandait parfois le pauvre Tartarin ; – mais il paya quand même et sans
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lésiner.
Enfin, après avoir acheté des montagnes de pipes et répandu des flots de poésie orientale, on obtint un rendez-vous.
Je n’ai pas besoin de vous dire avec quels battements de coeur le Tarasconnais s’y prépara, avec quel soin ému il tailla, lustra, parfuma sa rude barbe de chasseur de casquettes, sans oublier – car il faut tout prévoir – de glisser dans sa poche un casse-tête à pointes et deux ou trois revolvers.
Le prince, toujours obligeant, vint à ce premier rendez-vous en qualité d’interprète. La dame habitait dans le haut de la ville. Devant sa porte, un jeune Maure de treize à quatorze ans fumait des cigarettes. C’était le fameux Ali, le frère en question. En voyant arriver les deux visiteurs, il frappa deux coups à la poterne et se retira discrètement.
La porte s’ouvrit. Une négresse parut qui, sans dire un seul mot, conduisit ces messieurs à travers l’étroite cour intérieure dans une petite chambre fraîche où la dame attendait, accoudée
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sur un lit bas... Au premier abord, elle parut au Tarasconnais plus petite et plus forte que la Mauresque de l’omnibus... Au fait, était-ce bien la même ? Mais ce soupçon ne fit que traverser le cerveau de Tartarin comme un éclair.
La dame était si jolie ainsi avec ses pieds nus, ses doigts grassouillets chargés de bagues, rose, fine, et sous son corselet de drap doré, sous les ramages de sa robe à fleurs laissant deviner une aimable personne un peu boulotte, friande à point, et ronde de partout... Le tuyau d’ambre d’un narghilé fumait à ses lèvres, et l’enveloppait toute d’une gloire de fumée blonde.
En entrant, le Tarasconnais posa une main sur son coeur, et s’inclina le plus mauresquement possible, en roulant de gros yeux passionnés... Baïa le regarda un moment sans rien dire ; puis, lâchant son tuyau d’ambre, se renversa en arrière, cacha sa tête dans ses mains, et l’on ne vit plus que son cou blanc qu’un fou rire faisait danser comme un sac rempli de perles.
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XI
Sidi Tart’ri ben Tart’ri.
Si vous entriez, un soir, à la veillée, chez les cafetiers algériens de la ville haute, vous entendriez encore aujourd’hui les Maures causer entre eux, avec des clignements d’yeux et de petits rires, d’un certain Sidi Tart’ri ben Tart’ri, Européen aimable et riche qui – voici quelques années déjà – vivait dans les hauts quartiers avec une petite dame du cru appelée Baïa.
Le Sidi Tart’ri en question qui a laissé de si gais souvenirs autour de la Casbah n’est autre, on le devine, que notre Tartarin...
Qu’est-ce que vous voulez ? Il y a comme cela, dans la vie des saints et des héros, des heures d’aveuglement, de trouble, de défaillance. L’illustre Tarasconnais n’en fut pas plus exempt qu’un autre, et c’est pourquoi – deux mois durant
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– oublieux des lions et de la gloire, il se grisa d’amour oriental et s’endormit, comme Annibal à Capoue, dans les délices d’Alger-la-Blanche.
Le brave homme avait loué au coeur de la ville arabe une jolie maisonnette indigène avec cour intérieure, bananiers, galeries fraîches et fontaines. Il vivait là loin de tout bruit en compagnie de sa Mauresque, Maure lui-même de la tête aux pieds, soufflant tout le jour dans son narghilé, et mangeant des confitures au musc.
Étendue sur un divan en face de lui, Baïa, la guitare au poing, nasillait des airs monotones, ou bien pour distraire son seigneur elle mimait la danse du ventre, en tenant à la main un petit miroir dans lequel elle mirait ses dents blanches et se faisait des mines.
Comme la dame ne savait pas un mot de français ni Tartarin un mot d’arabe, la conversation languissait quelquefois, et le bavard Tarasconnais avait tout le temps de faire pénitence pour les intempérances de langage dont il s’était rendu coupable à la pharmacie Bézuquet ou chez l’armurier Costecalde.
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Mais cette pénitence même ne manquait pas de charme, et c’était comme un spleen voluptueux qu’il éprouvait à rester là tout le jour sans parler, en écoutant le glouglou du narghilé, le frôlement de la guitare et le bruit léger de la fontaine dans les mosaïques de la cour.
Le narghilé, le bain, l’amour remplissaient toute sa vie. On sortait peu. Quelquefois Sidi Tart’ri, sa dame en croupe, s’en allait sur une brave mule manger des grenades à un petit jardin qu’il avait acheté aux environs... Mais jamais, au grand jamais, il ne descendait dans la ville européenne. Avec ses zouaves en ribote, ses alcazars bourrés d’officiers, et son éternel bruit de sabres traînant sous les arcades, cet Alger-là lui semblait insupportable et laid comme un corps de garde d’Occident.
En somme, le Tarasconnais était très heureux. Tartarin-Sancho surtout, très friand de pâtisseries turques, se déclarait on ne peut plus satisfait de sa nouvelle existence... Tartarin-Quichotte, lui, avait bien par-ci par-là quelques remords, en pensant à Tarascon et aux peaux promises... Mais cela ne
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durait pas, et pour chasser ses tristes idées il suffisait d’un regard de Baïa ou d’une cuillerée de ces diaboliques confitures odorantes et troublantes comme les breuvages de Circé.
Le soir, le prince Grégory venait parler un peu du Monténégro libre... D’une complaisance infatigable, cet aimable seigneur remplissait dans la maison les fonctions d’interprète, au besoin même celles d’intendant, et tout cela pour rien, pour le plaisir... À part lui, Tartarin ne recevait que des Teurs. Tous ces forbans à têtes farouches, qui naguère lui faisaient tant de peur du fond de leurs noires échoppes, se trouvèrent être, une fois qu’il les connut, de bons commerçants inoffensifs, des brodeurs, des marchands d’épices, des tourneurs de tuyaux de pipes, tous gens bien élevés, humbles, finauds, discrets et de première force à la bouillotte. Quatre ou cinq fois par semaine, ces messieurs venaient passer la soirée chez Sidi Tart’ri, lui gagnaient son argent, lui mangeaient ses confitures, et sur le coup de dix heures se retiraient discrètement en remerciant le prophète.
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Derrière eux, Sidi Tart’ri et sa fidèle épouse finissaient la soirée sur la terrasse, une grande terrasse blanche qui faisait toit à la maison et dominait la ville. Tout autour, un millier d’autres terrasses blanches aussi, tranquilles sous le clair de lune, descendaient en s’échelonnant jusqu’à la mer. Des fredons de guitare arrivaient, portés par la brise.
...Soudain, comme un bouquet d’étoiles, une grande mélodie claire s’égrenait doucement dans le ciel, et, sur le minaret de la mosquée voisine, un beau muezzin apparaissait, découpant son ombre blanche dans le bleu profond de la nuit, et chantant la gloire d’Allah avec une voix merveilleuse qui remplissait l’horizon.
Aussitôt Baïa lâchait sa guitare, et ses grands yeux tournés vers le muezzin semblaient boire la prière avec délices. Tant que le chant durait, elle restait là, frissonnante, extasiée, comme une sainte Thérèse d’Orient... Tartarin, tout ému, la regardait prier et pensait en lui-même que c’était une forte et belle religion, celle qui pouvait causer des ivresses de foi pareilles.
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Tarascon, voile-toi la face ! ton Tartarin songeait à se faire renégat.
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XII
On nous écrit de Tarascon.
Par une belle après-midi de ciel bleu et de brise tiède, Sidi Tart’ri à califourchon sur sa mule revenait tout seulet de son petit clos... Les jambes écartées par de larges coussins en sparterie que gonflaient les cédrats et les pastèques, bercé au bruit de ses grands étriers et suivant de tout son corps le balin-balan de la tête, le brave homme s’en allait ainsi dans un paysage adorable, les deux mains croisées sur son ventre, aux trois quarts assoupi par le bien-être et la chaleur.
Tout à coup, en entrant dans la ville, un appel formidable le réveilla.
– Hé ! monstre de sort ! on dirait monsieur Tartarin.
À ce nom de Tartarin, à cet accent
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joyeusement méridional, le Tarasconnais leva la tête et aperçut à deux pas de lui la brave figure tannée de maître Barbassou, le capitaine du Zouave, qui prenait l’absinthe en fumant sa pipe sur la porte d’un petit café.
– Hé ! adieu Barbassou, fit Tartarin en arrêtant sa mule.
Au lieu de lui répondre, Barbassou le regarda un moment avec de grands yeux, puis le voilà parti à rire, à rire tellement, que Sidi Tart’ri en resta tout interloqué, le derrière sur ses pastèques.
– Qué turban, mon pauvre monsieur Tartarin !... C’est donc vrai ce qu’on dit, que vous vous êtes fait Teur ?... Et la petite Baïa, est-ce qu’elle chante toujours Marco la Belle ?
– Marco la Belle ! fit Tartarin indigné... Apprenez, capitaine, que la personne dont vous parlez est une honnête fille maure, et qu’elle ne sait pas un mot de français.
– Baïa, pas un mot de français ?... D’où sortez-vous donc ?...
Et le brave capitaine se remit à rire plus fort.
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Puis, voyant la mine du pauvre Sidi Tart’ri qui s’allongeait, il se ravisa.
– Au fait, ce n’est peut-être pas la même... Mettons que j’ai confondu... Seulement, voyez-vous, monsieur Tartarin, vous ferez tout de même bien de vous méfier des Mauresques algériennes et des princes du Monténégro !...
Tartarin se dressa sur ses étriers, en faisant sa moue.
– Le prince est mon ami, capitaine.
– Bon ! bon ! ne nous fâchons pas... Vous ne prenez pas une absinthe ? Non. Rien à faire dire au pays ?... Non plus... Eh bien ! alors, bon voyage... À propos, collègue, j’ai là du bon tabac de France, si vous en vouliez emporter quelques pipes... Prenez donc ! prenez donc ! ça vous fera du bien... Ce sont vos sacrés tabacs d’Orient qui vous barbouillent les idées.
Là-dessus le capitaine retourna à son absinthe et Tartarin, tout pensif, reprit au petit trot le chemin de sa maisonnette... Bien que sa grande âme se refusât à rien en croire, les insinuations de
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Barbassou l’avaient attristé, puis ces jurons du cru, l’accent de là-bas, tout cela éveillait en lui de vagues remords.
Au logis, il ne trouva personne. Baïa était au bain... La négresse lui parut laide, la maison triste... En proie à une indéfinissable mélancolie, il vint s’asseoir près de la fontaine et bourra une pipe avec le tabac de Barbassou. Ce tabac était enveloppé dans un fragment du Sémaphore. En le déployant, le nom de sa ville natale lui sauta aux yeux.
On nous écrit de Tarascon :
« La ville est dans les transes. Tartarin, le tueur de lions, parti pour chasser les grands félins en Afrique, n’a pas donné de ses nouvelles depuis plusieurs mois... Qu’est devenu notre héroïque compatriote ?... On ose à peine se le demander, quand on a connu comme nous cette tête ardente, cette audace, ce besoin d’aventures... A-t-il été comme tant d’autres englouti dans le sable, ou bien est-il tombé sous la dent meurtrière d’un de ces monstres de
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l’Atlas dont il avait promis les peaux à la municipalité ?... Terrible incertitude ! Pourtant des marchands nègres, venus à la foire de Beaucaire, prétendent avoir rencontré en plein désert un Européen dont le signalement se rapportait au sien, et qui se dirigeait vers Tombouctou... Dieu nous garde notre Tartarin ! »
Quand il lut cela, le Tarasconnais rougit, pâlit, frissonna. Tout Tarascon lui apparut : le cercle, les chasseurs de casquettes, le fauteuil vert chez Costecalde, et, planant au-dessus comme un aigle éployé, la formidable moustache du brave commandant Bravida.
Alors, de se voir là, comme il était, lâchement accroupi sur sa natte, tandis qu’on le croyait en train de massacrer des fauves, Tartarin de Tarascon eut honte de lui-même et pleura.
Tout à coup le héros bondit :
– Au lion ! au lion !
Et s’élançant dans le réduit poudreux où dormaient la tente-abri, la pharmacie, les
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conserves, la caisse d’armes, il les traîna au milieu de la cour.
Tartarin-Sancho venait d’expirer ; il ne restait plus que Tartarin-Quichotte.
Le temps d’inspecter son matériel, de s’armer, de se harnacher, de rechausser ses grandes bottes, d’écrire deux mots au prince pour lui confier Baïa, le temps de glisser sous l’enveloppe quelques billets bleus mouillés de larmes, et l’intrépide Tarasconnais roulait en diligence sur la route de Blidah, laissant à la maison sa négresse stupéfaite devant le narghilé, le turban, les babouches, toute la défroque musulmane de Sidi Tart’ri qui traînait piteusement sous les petits trèfles blancs de la galerie...
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Troisième épisode
Chez les lions.
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I
Les diligences déportées.
C’était une vieille diligence d’autrefois, capitonnée à l’ancienne mode de drap gros bleu tout fané, avec ces énormes pompons de laine rêche qui, après quelques heures de route, finissent par vous faire des moxas dans le dos... Tartarin de Tarascon avait un coin de la rotonde ; il s’y installa de son mieux, et en attendant de respirer les émanations musquées des grands félins d’Afrique, le héros dut se contenter de cette bonne vieille odeur de diligence, bizarrement composée de mille odeurs, hommes, chevaux, femmes et cuir, victuailles et paille moisie.
Il y avait de tout un peu dans cette rotonde. Un trappiste, des marchands juifs, deux cocottes qui rejoignaient leur corps – le troisième hussards – un photographe d’Orléansville... Mais, si
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charmante et variée que fut la compagnie, le Tarasconnais n’était pas en train de causer et resta là tout pensif, le bras passé dans la brassière, avec ses carabines entre ses genoux... Son départ précipité, les yeux noirs de Baïa, la terrible chasse qu’il allait entreprendre, tout cela lui troublait la cervelle, sans compter qu’avec son bon air patriarcal, cette diligence européenne, retrouvée en pleine Afrique, lui rappelait vaguement le Tarascon de sa jeunesse, des courses dans la banlieue, de petits dîners au bord du Rhône, une foule de souvenirs...
Peu à peu la nuit tomba. Le conducteur alluma ses lanternes... La diligence rouillée sautait en criant sur ses vieux ressorts ; les chevaux trottaient, les grelots tintaient... De temps en temps, là-haut, sous la bâche de l’impériale, un terrible bruit de ferraille... C’était le matériel de guerre.
Tartarin de Tarascon, aux trois quarts assoupi, resta un moment à regarder les voyageurs comiquement secoués par les cahots, et dansant devant lui comme des ombres falotes, puis ses
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yeux s’obscurcirent, sa pensée se voila, et il n’entendit plus que très vaguement geindre l’essieu des roues, et les flancs de la diligence qui se plaignaient...
Subitement, une voix, une voix de vieille fée, enrouée, cassée, fêlée, appela le Tarasconnais par son nom :
– Monsieur Tartarin ! monsieur Tartarin !
– Qui m’appelle ?
– C’est moi, monsieur Tartarin ; vous ne me reconnaissez pas ?... Je suis la vieille diligence qui faisait – il y a vingt ans – le service de Tarascon à Nîmes... Que de fois je vous ai portés, vous et vos amis, quand vous alliez chasser les casquettes du côté de Jonquières ou de Bellegarde !... Je ne vous ai pas remis d’abord, à cause de votre bonnet de Teur et du corps que vous avez pris ; mais sitôt que vous vous êtes mis à ronfler, coquin de bon sort ! je vous ai reconnu tout de suite.
– C’est bon ! c’est bon ! fit le Tarasconnais un peu vexé.
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Puis, se radoucissant :
– Mais enfin, ma pauvre vieille, qu’est-ce que vous êtes venue faire ici ?
– Ah ! mon bon monsieur Tartarin, je n’y suis pas venue de mon plein gré, je vous assure... Une fois que le chemin de fer de Beaucaire a été fini, ils ne m’ont plus trouvée bonne à rien et ils m’ont envoyée en Afrique... Et je ne suis pas la seule ! presque toutes les diligences de France ont été déportées comme moi. On nous trouvait trop réactionnaires, et maintenant nous voilà toutes ici à mener une vie de galère... C’est ce qu’en France vous appelez les chemins de fer algériens.
Ici la vieille diligence poussa un long soupir ; puis elle reprit :
– Ah ! monsieur Tartarin, que je le regrette, mon beau Tarascon ! C’était alors le bon temps pour moi, le temps de la jeunesse ! Il fallait me voir partir le matin, lavée à grande eau et toute luisante avec mes roues vernissées à neuf, mes lanternes qui semblaient deux soleils et ma bâche toujours frottée d’huile ! C’est ça qui était beau quand le postillon faisait claquer son fouet sur
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l’air de : Lagadigadeou, la Tarasque ! la Tarasque ! et que le conducteur, son piston en bandoulière, sa casquette brodée sur l’oreille, jetant d’un tour de bras son petit chien, toujours furieux, sur la bâche de l’impériale, s’élançait lui-même là-haut, en criant : « Allume ! allume ! » Alors mes quatre chevaux s’ébranlaient au bruit des grelots, des aboiements, des fanfares, les fenêtres s’ouvraient, et tout Tarascon regardait avec orgueil la diligence détaler sur la grande route royale.
« Quelle belle route, monsieur Tartarin, large, bien entretenue, avec ses bornes kilométriques, ses petits tas de pierre régulièrement espacés, et de droite et de gauche ses jolies plaines d’oliviers et de vignes... Puis, des auberges tous les dix pas, des relais toutes les cinq minutes... Et mes voyageurs, quels braves gens ! des maires et des curés qui allaient à Nîmes voir leur préfet ou leur évêque, de bons taffetassiers qui revenaient du Mazet bien honnêtement, des collégiens en vacances, des paysans en blouse brodée, tous frais rasés du matin, et là-haut, sur l’impériale, vous tous, messieurs les chasseurs de casquettes,
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qui étiez toujours de si bonne humeur, et qui chantiez si bien chacun la vôtre, le soir, aux étoiles, en revenant !...
« Maintenant, c’est une autre histoire... Dieu sait les gens que je charrie ! un tas de mécréants venus je ne sais d’où, qui me remplissent de vermine, des nègres, des bédouins, des soudards, des aventuriers de tous les pays, des colons en guenilles qui m’empestent de leurs pipes, et tout cela parlant un langage auquel Dieu le père ne comprendrait rien... Et puis vous voyez comme on me traite ! Jamais brossée, jamais lavée. On me plaint le cambouis de mes essieux... Au lieu de mes gros bons chevaux tranquilles d’autrefois, de petits chevaux arabes qui ont le diable au corps, se battent, se mordent, dansent en courant comme des chèvres, et me brisent mes brancards à coups de pieds... Aïe !... aïe !... tenez ! Voilà que cela commence... Et les routes ! Par ici, c’est encore supportable, parce que nous sommes près du gouvernement ; mais là-bas, plus rien, pas de chemin du tout. On va comme on peut, à travers monts et plaines, dans les palmiers nains, dans les lentisques... Pas un seul relais fixe. On arrête au
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caprice du conducteur, tantôt dans une ferme, tantôt dans une autre.
« Quelquefois ce polisson-là me fait faire un détour de deux lieues pour aller chez un ami boire l’absinthe ou le champoreau... Après quoi, fouette, postillon ! Il faut rattraper le temps perdu. Le soleil cuit, la poussière brûle. Fouette toujours ! On accroche, on verse ! Fouette plus fort ! On passe des rivières à la nage, on s’enrhume, on se mouille, on se noie... Fouette ! fouette ! fouette !... Puis le soir, toute ruisselante, – c’est cela qui est bon à mon âge, avec mes rhumatismes ! – il me faut coucher à la belle étoile, dans une cour de caravansérail ouverte à tous les vents. La nuit, des chacals, des hyènes viennent flairer mes caissons, et les maraudeurs qui craignent la rosée se mettent au chaud dans mes compartiments... Voilà la vie que je mène, mon pauvre monsieur Tartarin, et je la mènerai jusqu’au jour où, brûlée par le soleil, pourrie par les nuits humides, je tomberai – ne pouvant plus faire autrement – sur un coin de méchante route, où les Arabes feront bouillir leur couscous avec les débris de ma vieille carcasse...
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– Blidah ! Blidah ! fit le conducteur en ouvrant la portière.
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II
Où l’on voit passer un petit monsieur.
Vaguement, à travers les vitres dépolies par la buée, Tartarin de Tarascon entrevit une place de jolie sous-préfecture, place régulière, entourée d’arcades et plantée d’orangers, au milieu de laquelle de petits soldats de plomb faisaient l’exercice dans la claire brume rose du matin. Les cafés ôtaient leurs volets. Dans un coin, une halle avec des légumes... C’était charmant, mais cela ne sentait pas encore le lion.
– Au sud !... Plus au sud ! murmura le bon Tartarin en se renfonçant dans son coin.
À ce moment, la portière s’ouvrit. Une bouffée d’air frais entra, apportant sur ses ailes, dans le parfum des orangers fleuris, un tout petit monsieur en redingote noisette, vieux, sec, ridé, compassé, une figure grosse comme le poing, une
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cravate en soie noire haute de cinq doigts, une serviette en cuir, un parapluie : le parfait notaire de village.
En apercevant le matériel de guerre du Tarasconnais, le petit monsieur, qui s’était assis en face, parut excessivement surpris et se mit à regarder Tartarin avec une insistance gênante.
On détela, on attela, la diligence partit... Le petit monsieur regardait toujours Tartarin... À la fin, le Tarasconnais prit la mouche.
– Ça vous étonne ? fit-il en regardant à son tour le petit monsieur bien en face.
– Non ! Ça me gêne, répondit l’autre fort tranquillement, et le fait est qu’avec sa tente-abri, son revolver, ses deux fusils dans leur gaine, son couteau de chasse – sans parler de sa corpulence naturelle, Tartarin de Tarascon tenait beaucoup de place...
La réponse du petit monsieur le fâcha :
– Vous imaginez-vous par hasard que je vais aller au lion avec votre parapluie ? dit le grand homme fièrement.
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Le petit monsieur regarda son parapluie, sourit doucement ; puis, toujours avec son même flegme :
– Alors, monsieur, vous êtes ?...
– Tartarin de Tarascon, tueur de lions !
En prononçant ces mots, l’intrépide Tarasconnais secoua comme une crinière le gland de sa chéchia.
Il y eut dans la diligence un mouvement de stupeur.
Le trappiste se signa, les cocottes poussèrent de petits cris d’effroi, et le photographe d’Orléansville se rapprocha du tueur de lions, rêvant déjà l’insigne honneur de faire sa photographie.
Le petit monsieur, lui, ne se déconcerta pas :
– Est-ce que vous avez déjà tué beaucoup de lions, monsieur Tartarin ? demanda-t-il très tranquillement.
Le Tarasconnais le reçut de la belle manière :
– Si j’en ai beaucoup tué, monsieur !... Je vous
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souhaiterais d’avoir seulement autant de cheveux sur la tête.
Et toute la diligence de rire en regardant les trois cheveux jaunes de Cadet-Roussel qui se hérissaient sur le crâne du petit monsieur.
À son tour le photographe d’Orléansville prit la parole :
– Terrible profession que la vôtre, monsieur Tartarin !... On passe quelquefois de mauvais moments... Ainsi, ce pauvre M. Bombonnel...
– Ah ! oui, le tueur de panthères... fit Tartarin assez dédaigneusement.
– Est-ce que vous le connaissez ? demanda le petit monsieur.
– Té ! pardi... Si je le connais... Nous avons chassé plus de vingt fois ensemble.
Le petit monsieur sourit .
– Vous chassez donc la panthère aussi, monsieur Tartarin ?
– Quelquefois, par passe-temps..., fit l’enragé Tarasconnais.
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Il ajouta, en relevant la tête d’un geste héroïque qui enflamma le coeur des deux cocottes :
– Ça ne vaut pas le lion !
– En somme, hasarda le photographe d’Orléansville, une panthère, ce n’est qu’un gros chat...
– Tout juste ! fit Tartarin qui n’était pas fâché de rabaisser un peu la gloire de Bombonnel, surtout devant les dames.
Ici la diligence s’arrêta, le conducteur vint ouvrir la portière et s’adressant au petit vieux :
– Vous voilà arrivé, monsieur, lui dit-il d’un air très respectueux.
Le petit monsieur se leva, descendit, puis avant de refermer la portière :
– Voulez-vous me permettre de vous donner un conseil, monsieur Tartarin ?
– Lequel, monsieur ?
– Ma foi ! écoutez, vous avez l’air d’un brave homme, j’aime mieux vous dire ce qu’il en est...
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Retournez vite à Tarascon, monsieur Tartarin... Vous perdez votre temps ici... Il reste bien encore quelques panthères dans la province ; mais, fi donc ! c’est un trop petit gibier pour vous... Quant aux lions, c’est fini. Il n’en reste plus en Algérie... mon ami Chassaing vient de tuer le dernier.
Sur quoi le petit monsieur salua, ferma la portière, et s’en alla en riant avec sa serviette et son parapluie.
– Conducteur, demanda Tartarin en faisant sa moue, qu’est-ce que c’est donc que ce bonhomme-là ?
– Comment ! vous ne le connaissez pas ? mais c’est M. Bombonnel.
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III
Un couvent de lions.
À Milianah, Tartarin de Tarascon descendit, laissant la diligence continuer sa route vers le Sud.
Deux jours de durs cahots, deux nuits passées les yeux ouverts à regarder par la portière s’il n’apercevrait pas dans les champs, au bord de la route, l’ombre formidable du lion, tant d’insomnies méritaient bien quelques heures de repos. Et puis, s’il faut tout dire, depuis sa mésaventure avec Bombonnel, le loyal Tarasconnais se sentait mal à l’aise, malgré ses armes, sa moue terrible, son bonnet rouge, devant le photographe d’Orléansville et les deux demoiselles du troisième hussards.
Il se dirigea donc à travers les larges rues de Milianah, pleines de beaux arbres et de
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fontaines ; mais, tout en cherchant un hôtel à sa convenance, le pauvre homme ne pouvait s’empêcher de songer aux paroles de Bombonnel... Si c’était vrai pourtant ? S’il n’y avait plus de lions en Algérie ?... À quoi bon alors tant de courses, tant de fatigues ?...
Soudain, au détour d’une rue, notre héros se trouva face à face... avec qui ? Devinez... Avec un lion superbe, qui attendait devant la porte d’un café, assis royalement sur son train de derrière, sa crinière fauve au soleil.
– Qu’est-ce qu’ils me disaient donc, qu’il n’y en avait plus ? s’écria le Tarasconnais en faisant un saut en arrière... En entendant cette exclamation, le lion baissa la tête et, prenant dans sa gueule une sébile en bois posée devant lui sur le trottoir, il la tendit humblement du côté de Tartarin immobile de stupeur... Un Arabe qui passait jeta un gros sou dans la sébile ; le lion remua la queue... Alors Tartarin comprit tout. Il vit, ce que l’émotion l’avait d’abord empêché de voir, la foule attroupée autour du pauvre lion aveugle et apprivoisé, et les deux grands nègres
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armés de gourdins qui le promenaient à travers la ville comme un Savoyard sa marmotte.
Le sang du Tarasconnais ne fit qu’un tour : « Misérables, cria-t-il d’une voix de tonnerre, ravaler ainsi ces nobles bêtes ! » Et, s’élançant sur le lion, il lui arracha l’immonde sébile d’entre ses royales mâchoires. Les deux nègres, croyant avoir affaire à un voleur, se précipitèrent sur le Tarasconnais, la matraque haute... Ce fut une terrible bousculade... Les nègres tapaient, les femmes piaillaient, les enfants riaient. Un vieux cordonnier juif criait du fond de sa boutique : « Au zouge de paix ! Au zouge de paix ! » Le lion lui-même, dans sa nuit, essaya d’un rugissement, et le malheureux Tartarin, après une lutte désespérée, roula par terre au milieu des gros sous et des balayures.
À ce moment, un homme fendit la foule, écarta les nègres d’un mot, les femmes et les enfants d’un geste, releva Tartarin, le brossa, le secoua, et l’assit tout essoufflé sur une borne.
– Comment ! préïnce, c’est vous ?... fit le bon Tartarin en se frottant les côtes.
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– Eh ! oui, mon vaillant ami, c’est moi... Sitôt votre lettre reçue, j’ai confié Baïa à son frère, loué une chaise de poste, fait cinquante lieues ventre à terre, et me voilà juste à temps pour vous arracher à la brutalité de ces rustres... Qu’est-ce que vous avez donc fait, juste Dieu ! pour vous attirer cette méchante affaire ?
– Que voulez-vous, prince ?... De voir ce malheureux lion avec sa sébile aux dents, humilié, vaincu, bafoué, servant de risée à toute cette pouillerie musulmane...
– Mais vous vous trompez, mon noble ami. Ce lion est, au contraire, pour eux un objet de respect et d’adoration. C’est une bête sacrée, qui fait partie d’un grand couvent de lions, fondé, il y a trois cents ans par Mohammed-ben-Aouda, une espèce de trappe formidable et farouche, pleine de rugissements et d’odeurs de fauve, où des moines singuliers élèvent et apprivoisent des lions par centaines, et les envoient de là dans toute l’Afrique septentrionale, accompagnés de frères quêteurs. Les dons que reçoivent les frères servent à l’entretien du couvent et de sa
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mosquée ; et si les deux nègres ont montré tant d’humeur tout à l’heure, c’est qu’ils ont la conviction que pour un sou, un seul sou de la quête, volé ou perdu par leur faute, le lion qu’ils conduisent les dévorerait immédiatement.
En écoutant ce récit invraisemblable et pourtant véridique, Tartarin de Tarascon se délectait, et reniflait l’air bruyamment.
– Ce qui me va dans tout ceci, fit-il en matière de conclusion, c’est que, n’en déplaise à mon Bombonnel, il y a encore des lions en Algérie !...
– S’il y en a ! dit le prince avec enthousiasme... Dès demain, nous allons battre la plaine du Chéliff, et vous verrez !...
– Eh quoi ! préïnce... Auriez-vous l’intention de chasser, vous aussi !
– Parbleu ! pensez-vous donc que je vous laisserais vous en aller seul en pleine Afrique, au milieu de ces tribus féroces dont vous ignorez la langue et les usages... Non ! non ! illustre Tartarin, je ne vous quitte plus... Partout où vous serez, je veux être.
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– Oh ! préïnce, préïnce...
Et Tartarin, radieux, pressa sur son coeur le vaillant Grégory, en songeant avec fierté qu’à l’exemple de Jules Gérard, de Bombonnel et tous les autres fameux tueurs de lions, il allait avoir un prince étranger pour l’accompagner dans ses chasses.
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IV
La caravane en marche.
Le lendemain, dès la première heure, l’intrépide Tartarin et le non moins intrépide prince Grégory, suivis d’une demi-douzaine de portefaix nègres, sortaient de Milianah et descendaient vers la plaine du Chéliff par un raidillon délicieux tout ombragé de jasmins, de thuyas, de caroubiers, d’oliviers sauvages, entre deux haies de petits jardins indigènes et des milliers de joyeuses sources vives qui dégringolaient de roche en roche en chantant... Un paysage du Liban.
Aussi chargé d’armes que le grand Tartarin, le prince Grégory s’était en plus affublé d’un magnifique et singulier képi tout galonné d’or, avec une garniture de feuilles de chênes brodées au fil d’argent, qui donnait à Son Altesse un faux
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air de général mexicain, ou de chef de gare des bords du Danube.
Ce diable de képi intriguait beaucoup le Tarasconnais ; et comme il demandait timidement quelques explications :
« Coiffure indispensable pour voyager en Afrique », répondit le prince avec gravité ; et tout en faisant reluire sa visière d’un revers de manche, il renseigna son naïf compagnon sur le rôle important que joue le képi dans nos relations avec les Arabes, la terreur que cet insigne militaire a, seul, le privilège de leur inspirer, si bien que l’administration civile a été obligée de coiffer tout son monde avec des képis, depuis le cantonnier jusqu’au receveur de l’enregistrement. En somme, pour gouverner l’Algérie – c’est toujours le prince qui parle – pas n’est besoin d’une forte tête, ni même de tête du tout. Il suffit d’un képi, d’un beau képi galonné, reluisant au bout d’une trique, comme la toque de Gessler.
Ainsi causant et philosophant, la caravane allait son train. Les portefaix – pieds nus – sautaient de roche en roche avec des cris de
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singes. Les caisses d’armes sonnaient. Les fusils flambaient. Les indigènes qui passaient s’inclinaient jusqu’à terre devant le képi magique... Là-haut, sur les remparts de Milianah, le chef du bureau arabe, qui se promenait au bon frais avec sa dame, entendant ces bruits insolites, et voyant des armes luire entre les branches, crut à un coup de main, fit baisser le pont-levis, battre la générale, et mit incontinent la ville en état de siège.
Beau début pour la caravane !
Malheureusement, avant la fin du jour, les choses se gâtèrent. Des nègres qui portaient les bagages, l’un fut pris d’atroces coliques pour avoir mangé le sparadrap de la pharmacie. Un autre tomba sur le bord de la route ivre-mort d’eau-de-vie camphrée. Le troisième, celui qui portait l’album de voyage, séduit par les dorures des fermoirs, et persuadé qu’il enlevait les trésors de la Mecque, se sauva dans le Zaccar à toutes jambes...
Il fallut aviser... La caravane fit halte, et tint conseil dans l’ombre trouée d’un vieux figuier.
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– Je serais d’avis, dit le prince, en essayant, mais sans succès, de délayer une tablette de pemmican dans une casserole perfectionnée à triple fond, je serais d’avis que, dès ce soir, nous renoncions aux porteurs nègres... Il y a précisément un marché arabe tout près d’ici. Le mieux est de nous y arrêter, et de faire emplette de quelques bourriquots...
– Non !... non !... pas de bourriquots !... interrompit vivement le grand Tartarin, que le souvenir de Noiraud avait fait devenir tout rouge.
Et il ajouta, l’hypocrite :
– Comment voulez-vous que de si petites bêtes puissent porter tout notre attirail ?
Le prince sourit.
– C’est ce qui vous trompe, mon illustre ami. Si maigre et si chétif qu’il vous paraisse, le bourriquot algérien a les reins solides... Il le faut bien pour supporter tout ce qu’il supporte... Demandez plutôt aux Arabes. Voici comment ils expliquent notre organisation coloniale... En haut, disent-ils, il y a mouci le gouverneur, avec une
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grande trique, qui tape sur l’état-major ; l’état-major, pour se venger, tape sur le soldat ; le soldat tape sur le colon, le colon tape sur l’Arabe, l’Arabe tape sur le nègre, le nègre tape sur le juif, le juif à son tour tape sur le bourriquot ; et le pauvre petit bourriquot n’ayant personne sur qui taper, tend l’échine, et porte tout. Vous voyez bien qu’il peut porter vos caisses.
– C’est égal, reprit Tartarin de Tarascon, je trouve que, pour le coup d’oeil de notre caravane, des ânes ne feraient pas très bien... Je voudrais quelque chose de plus oriental... Ainsi, par exemple, si nous pouvions avoir un chameau...
– Tant que vous en voudrez, fit l’Altesse, et l’on se mit en route pour le marché arabe.
Ce marché se tenait à quelques kilomètres, sur les bords du Chéliff... Il y avait là cinq ou six mille Arabes en guenilles, grouillant au soleil, et trafiquant bruyamment au milieu des jarres d’olives noires, des pots de miel, des sacs d’épices et des cigares en gros tas ; de grands feux où rôtissaient des moutons entiers, ruisselant de beurre, des boucheries en plein air, où des
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nègres tout nus, les pieds dans le sang, les bras rouges, dépeçaient, avec de petits couteaux, des chevreaux pendus à une perche.
Dans un coin, sous une tente rapetassée de mille couleurs, un greffier maure, avec un grand livre et des lunettes. Ici, un groupe, des cris de rage : c’est un jeu de roulette, installé sur une mesure à blé, et des Kabyles qui s’éventrent autour... Là-bas, des trépignements, une joie, des rires : c’est un marchand juif avec sa mule, qu’on regarde se noyer dans le Chéliff... Puis des scorpions, des chiens, des corbeaux ; et des mouches !... des mouches !...
Par exemple, les chameaux manquaient. On finit pourtant par en découvrir un, dont des M’zabites cherchaient à se défaire. C’était le vrai chameau du désert, le chameau classique, chauve, l’air triste, avec sa longue tête de bédouin et sa bosse qui, devenue flasque par suite de trop longs jeûnes, pendait mélancoliquement sur le côté.
Tartarin le trouva si beau, qu’il voulut que la caravane entière montât dessus... Toujours la folie orientale !...
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La bête s’accroupit. On sangla les malles. Le prince s’installa sur le cou de l’animal. Tartarin, pour plus de majesté, se fit hisser tout en haut de la bosse, entre deux caisses ; et là, fier et bien calé, saluant d’un geste noble tout le marché accouru, il donna le signal du départ... Tonnerre ! si ceux de Tarascon avaient pu le voir !...
Le chameau se redressa, allongea ses grandes jambes à noeuds, et prit son vol...
Ô stupeur ! Au bout de quelques enjambées, voilà Tartarin qui se sent pâlir, et l’héroïque chéchia, qui reprend une à une ses anciennes positions du temps du Zouave. Ce diable de chameau tanguait comme une frégate.
– Préïnce, préïnce, murmura Tartarin tout blême, et s’accrochant à l’étoupe sèche de la bosse, préïnce, descendons... Je sens... je sens... que je vais faire bafouer la France...
Va te promener ! le chameau était lancé, et rien ne pouvait plus l’arrêter. Quatre mille Arabes couraient derrière, pieds nus, gesticulant, riant comme des fous, et faisant luire au soleil six cent mille dents blanches...
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Le grand homme de Tarascon dut se résigner. Il s’affaissa tristement sur la bosse. La chéchia prit toutes les positions qu’elle voulut... et la France fut bafouée.