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7-En la costa azul.
7-I. EL CARNAVAL EN NIZA.
Niza es la heredera de Venecia. Durante varios siglos, los ricos ganosos
de divertirse y los aventureros de vida novelesca arrostraron las
molestias y peligros de los viajes de entonces para presenciar en la
ciudad adriática las fiestas de un Carnaval que duraba meses. Ahora, los
medios de comunicación son más fáciles; el placer se ha democratizado,
lo mismo que los conocimientos humanos y las comodidades de nuestra
existencia, y el ferrocarril y el trasatlántico traen miles de
espectadores al Carnaval de Niza.
La Naturaleza gusta de travesear en estos días. Un sol primaveral
derrama sus oros sobre la Costa Azul casi todo el invierno, y al llegar
la semana carnavalesca raro es el año que no cae una lluvia inoportuna.
Pero como Niza necesita defender su célebre fiesta, y la muchedumbre de
viajeros llega dispuesta a divertirse, sea como sea, las máscaras
arrostran la intemperie, el público abre sus paraguas, y los desfiles
continúan bajo esa lluvia violenta y tibia de los países solares, donde
los aguaceros son ruidosos pero de corta duración.
El Carnaval de Niza ha acabado por ser algo indispensable para su vida,
y ninguna otra ciudad lo puede copiar. Los particulares colaboran con el
Municipio; cada nicense aporta su iniciativa. Capitales de mayor
importancia podrían organizar desfiles de carrozas más suntuosas; pero
creo imposible que encontrasen una ayuda individual, una colaboración
«patriótica» como la de los habitantes de esta ciudad. El pueblo nicense
considera que es deber suyo engrosar el número de las máscaras, y
familias enteras se cubren con el disfraz para gritar en las calles,
danzar o ir saltando de una acera a otra, todo para mayor gloria y
provecho de su tierra.
En esta fiesta, lo más admirable no es la obra de los artistas, ocupados
durante meses y meses en preparar las carrozas, ambulantes caricaturas
que sintetizan los sucesos de la actualidad; son la máscara suelta y el
grupo organizado espontáneamente los que le dan un carácter único en el
mundo. La máscara a pie es más digna de atención que los enormes
vehículos con sus monigotes que casi llegan al filo de los tejados, y
sus grupos de muchachas subidas en las rodillas y los brazos del gigante
de cartón, como los liliputienses escaladores del cuerpo de Gulliver.
Más de cincuenta Carnavales sucedidos en el curso de medio siglo largo,
sin otra interrupción que la última guerra, han fatigado a los
organizadores y al público de las cabalgatas llamadas históricas o
artísticas. Ahora, el Carnaval de Niza es burlesco, dedicándose a la
deformación ingeniosa de los géneros animales y vegetales. Ciertos
grupos de máscaras recuerdan los _Caprichos_, de Goya, y otros delirios
de artistas fantaseadores.
Los que carecen de dinero para proporcionarse un disfraz completo, o no
pensaron previsoramente en su adquisición, se desfiguran con una nariz
postiza, lanzándose en el torrente de las máscaras, para ser una más.
El Carnaval ofrece aquí el aspecto enardecedor y sinceramente jocundo de
todo lo que se hace en la vida espontáneamente por entusiasmo y no por
dinero. Los miles de máscaras gritan, cantan, forman corros y cadenas o
hacen burlescas cortesías al público. Esto representa para ellas el
descanso. Luego, apenas rompe a tocar una de las bandas de música del
cortejo, avanzan por las calles bailando, y los que ocupan los carros
empiezan a saltar como monigotes elásticos. Y así continúan horas y
horas, causando asombro un regocijo tan infatigable y tenaz.
Nadie se enfada; rara vez surge un incidente violento. Es un Carnaval de
gentes ruidosas que se buscan para divertirse, pero sin perder la buena
crianza. Las máscaras, cuando se empujan por descuido, se piden perdón a
través de la careta.
El amor acude todos los años, puntualmente, a la fiesta. Muchas novelas
bipersonales, que permanecerán ignoradas y nadie escribirá, tuvieron su
primer capítulo en el Carnaval de Niza, durante el desfile de la
cabalgata o las fiestas nocturnas en el _hall_ del Casino, enorme como
una catedral.
El viajero enmascarado habla al dominó femenino que marcha junto a él.
Se aproximan para defenderse de los empellones de los otros; acaban por
cogerse del brazo y saltar a un tiempo; luego bailan, quieren saber cómo
se llaman, se dan falsos nombres y se declaran un eterno amor antes de
haberse visto las caras. Todo esto, empujados por el torrente
carnavalesco a través de avenidas y paseos, defendiéndose con las
espaldas del oleaje humano, evitando las patas de los caballos
enganchados a las carrozas o los arranques inesperados de los chófers
que las guían.
En otros países un Carnaval como éste provocaría riñas y crímenes. En
Niza rara vez tiene que intervenir la policía. Ésta y los destacamentos
de cazadores alpinos encargados de mantener el orden sólo se preocupan
de que los grandes carros no causen daño en las fachadas de las casas o
en los arcos de luces que adornan las calles.
La gente se divierte y no riñe, porque ignora el miedo al ridículo, que
tanto amarga la vida de nuestra raza. El que aquí pretende divertirse
sólo piensa en obtener el placer deseado. Lo busca a su modo e ignora la
existencia de los demás, despreciando lo que puedan pensar de él.
Nosotros tenemos miedo «al qué dirán», a que alguien «nos tome el pelo»,
y esto nos cohíbe, aplastando toda iniciativa. Sólo podemos divertirnos
haciendo todos lo mismo, como un rebaño falsamente alegre, receloso y
suspicaz, mirándonos de reojo mientras reímos. Y al sospechar vagamente
que alguien puede divertirse un poco a nuestra costa, ¡adiós alegría!,
creemos necesario morder.