EL AMANTE JAPONÉS - Isabel ALLENDE. 6/ La Niña Polaca.
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La niña polaca.
Para satisfacer la curiosidad de Irina y Seth, Alma Belasco empezó evocando, con la lucidez con que se preservan los momentos fundamentales, la primera vez que vio a Ichimei Fukuda, y después siguió poco a poco con el resto de su vida.
Lo conoció en el espléndido jardín de la mansión de Sea Cliff, en la primavera de 1939.
Entonces ella era una niña con menos apetito que un canario, que andaba callada de día y lloraba de noche, escondida en las entrañas de un armario de tres espejos en la habitación que sus tíos le habían preparado, una sinfonía en azul:.
azules las cortinas, los velos de la cama con baldaquino, la alfombra belga, los pajaritos del papel de la pared y las reproducciones de Renoir con marcos dorados;.
azul era la vista de la ventana, mar y cielo, cuando se despejaba la niebla.
Alma Mendel lloraba por todo lo que había perdido para siempre, aunque sus tíos insistían con tal vehemencia en que la separación de sus padres y su hermano sería temporal, que una chiquilla menos intuitiva les habría creído.
La última imagen que ella guardaba de sus padres era la de un hombre mayor, barbudo y severo, vestido de negro, con abrigo largo y sombrero,.
y una mujer mucho más joven encogida de llanto, de pie en el muelle de Danzig, despidiéndola con pañuelos blancos.
Se volvían más y más pequeños y difusos a medida que el barco se alejaba hacia Londres con un bramido lastimero, mientras ella, aferrada a la borda, era incapaz de devolverles el adiós.
Temblando en su ropa de viaje, confundida entre los otros pasajeros aglomerados en la popa para ver desaparecer su país, Alma procuraba mantener la compostura que le habían inculcado desde que nació.
A través de la creciente distancia que los separaba, percibía la desolación de sus padres, lo que reforzaba su presentimiento de que no volvería a verlos.
En un gesto muy raro en él, su padre le había puesto un brazo sobre los hombros a su madre, como para impedir que se lanzara al agua, mientras ella se sujetaba el sombrero con una mano, defendiéndolo del viento, y con la otra agitaba su pañuelo frenéticamente.
Tres meses antes Alma había estado con ellos en ese mismo muelle para despedir a su hermano Samuel, diez años mayor que ella.
A su madre le costó muchas lágrimas resignarse a la decisión de su marido de mandarlo a Inglaterra, como medida de precaución para el caso improbable de que los rumores de guerra se convirtieran en realidad.
Allí el muchacho estaría a salvo de ser reclutado en el ejército o de la bravuconada de alistarse como voluntario.
Los Mendel no imaginaban que dos años más tarde Samuel estaría en la Real Fuerza Aérea luchando contra Alemania.
Al ver embarcarse a su hermano con la actitud fanfarrona de quien emprende una primera aventura, Alma tuvo un atisbo de la amenaza que pendía sobre su familia.
Ese hermano era el faro de su existencia, había iluminado sus momentos oscuros y espantado sus temores con su risa triunfante, sus bromas amables y sus canciones en el piano.
Por su parte, Samuel se entusiasmó con Alma desde que la tomó en brazos recién nacida, un bulto rosado con olor a polvos de talco que maullaba como un gato;.
esa pasión por su hermana no hizo más que aumentar en los siete años siguientes, hasta que debieron separarse.
Al saber que Samuel se iría de su lado, Alma tuvo la única pataleta de su vida.
Empezó con llanto y gritos, siguió con estertores en el suelo y terminó en el baño de agua helada en que su madre y su institutriz la sumergieron sin piedad.
La partida del muchacho la dejó desconsolada y en ascuas, porque sospechaba que era el prólogo de cambios drásticos.
Había escuchado a sus padres hablar de Lillian, una hermana de su madre que vivía en Estados Unidos, casada con Isaac Belasco, alguien importante, como agregaban cada vez que su nombre se mencionaba.
Hasta ese momento, la niña desconocía la existencia de aquella tía lejana y aquel hombre importante y le extrañó que de pronto la obligaran a escribirles tarjetas postales con su mejor caligrafía.
También le pareció de mal agüero que su institutriz incluyera California en sus clases de historia y geografía, una mancha color naranja en el mapa, al otro lado del globo terráqueo.
Sus padres esperaron que pasaran las fiestas de fin de año para anunciarle que ella también se iría a estudiar al extranjero por un tiempo,.
pero a diferencia de su hermano, seguiría viviendo dentro de los confines de la familia, con sus tíos Isaac y Lillian y sus tres primos, en San Francisco.
La navegación desde Danzig a Londres y de allí en un transatlántico a San Francisco duró diecisiete días.
Los Mendel asignaron a miss Honeycomb, la institutriz inglesa, la responsabilidad de conducir a Alma sana y salva a la casa de los Belasco.
Miss Honeycomb era una mujer soltera, de pronunciación afectada, modales relamidos y expresión agria, que trataba con desdén a quienes consideraba inferiores socialmente y desplegaba un servilismo pegajoso con sus superiores, pero en el año y medio que trabajaba con los Mendel se había ganado su confianza.
A nadie le caía bien y menos a Alma, pero la opinión de la niña no contaba en la elección de las institutrices o de los tutores que la habían educado en casa en sus primeros años.
Para asegurarse de que la mujer haría el viaje de buena gana, sus patrones le prometieron una bonificación sustanciosa, que recibiría en San Francisco una vez que Alma estuviera instalada con sus tíos.
Miss Honeycomb y Alma viajaron en uno de los mejores camarotes del barco, mareadas al principio y aburridas después.
La inglesa no pegaba entre los pasajeros de primera clase, pero hubiera preferido saltar por la borda antes que mezclarse con la gente de su propio nivel social, de modo que pasó más de dos semanas sin hablar más que con su joven pupila.
Había otros niños a bordo, pero Alma no se interesó en ninguna de las actividades infantiles programadas y no hizo amigos;.
estuvo enfurruñada con su institutriz, lloriqueando a escondidas porque era la primera vez que se separaba de su madre, leyendo cuentos de hadas y escribiendo cartas melodramáticas,.
que le entregaba directamente al capitán para que las pusiera en el correo de algún puerto, porque temía que si se las daba a miss Honeycomb acabarían alimentando a los peces.
Los únicos momentos memorables de aquella lenta travesía fueron el cruce del canal de Panamá y una fiesta de disfraces en la que un indio apache empujó a la piscina a miss Honeycomb, convertida en vestal griega con una sábana.
Los tíos y primos Belasco esperaban a Alma en el bullicioso puerto de San Francisco, entre una multitud tan densa de estibadores asiáticos afanados en torno a las embarcaciones, que miss Honeycomb temió que hubieran arribado a Shangai por error.
La tía Lillian, ataviada con abrigo de astracán gris y turbante de turco, estrechó a su sobrina en un abrazo sofocante, mientras Isaac Belasco y su chofer procuraban reunir los catorce baúles y bultos de las viajeras.
Las dos primas, Martha y Sarah, saludaron a la recién llegada con un beso frío en la mejilla y enseguida se olvidaron de su existencia, no por malicia, sino porque estaban en edad de buscar novio y ese objetivo las cegaba al resto del mundo.
No les resultaría fácil conseguir los maridos deseados, a pesar de la fortuna y el prestigio de los Belasco,.
porque habían sacado la nariz del padre y la figura rechoncha de la madre, pero muy poco de la inteligencia del primero o la simpatía de la segunda.
El primo Nathaniel, único varón, nacido seis años después que su hermana Sarah, se asomaba titubeante a la pubertad con aspecto de garza.
Era pálido, flaco, largo, incómodo en un cuerpo al que le sobraban codos y rodillas, pero tenía los ojos pensativos de un perro grande.
Le tendió la mano a Alma con la vista fija en el suelo y masculló la bienvenida que sus padres le habían ordenado.
Ella se colgó de esa mano como de un salvavidas y los intentos del chico por desprenderse fueron inútiles.
Así comenzó la estancia de Alma en la gran casa de Sea Cliff, donde habría de pasar setenta años con pocos paréntesis.
En los primeros meses de 1939 vertió la reserva casi completa de sus lágrimas y sólo volvió a llorar en muy raras ocasiones.
Aprendió a masticar sus penas sola y con dignidad, convencida de que a nadie le importan los problemas ajenos y que los dolores callados acaban por diluirse.
Había adoptado las lecciones filosóficas de su padre, hombre de principios rígidos e inapelables, que tenía a honor haberse formado solo y no deberle nada a nadie, lo cual no era del todo cierto.
La fórmula simplificada del éxito, que Mendel les había machacado a sus hijos desde la cuna, consistía en no quejarse nunca, no pedir nada, esforzarse por ser los primeros en todo y no confiar en nadie.
Alma habría de cargar durante varias décadas con ese tremendo saco de piedras, hasta que el amor la ayudó a desprenderse de algunas de ellas.
Su actitud estoica contribuyó al aire de misterio que tuvo desde niña, mucho antes de que existieran los secretos que hubo de guardar.
En la Depresión de los años treinta, Isaac Belasco pudo evitar los peores efectos de la debacle económica y hasta incrementó su patrimonio.
Mientras otros perdían todo, él trabajaba dieciocho horas al día en su bufete de abogado e invertía en aventuras comerciales, que parecieron arriesgadas en su momento y a largo plazo resultaron espléndidas.
Era formal, parco de palabras y de corazón blando.
Para él, esa blandura lindaba con debilidad de carácter, por eso se empeñaba en dar una impresión de autoridad intransigente, pero bastaba tratarlo un par de veces para adivinar su vocación de bondad.
Lo precedía una reputación de compasivo que llegó a ser un impedimento en su carrera de abogado.
Después, cuando fue candidato a juez de la Corte Suprema de California, perdió la elección porque sus opositores lo acusaron de perdonar con demasiada generosidad, en desmedro de la justicia y la seguridad pública.
Isaac recibió a Alma en su casa con la mejor voluntad, pero pronto el llanto nocturno de la chiquilla empezó a afectarle los nervios.
Eran sollozos ahogados, contenidos, apenas audibles a través de las gruesas puertas de caoba tallada del armario, pero que llegaban hasta su dormitorio, al otro lado del pasillo, donde él procuraba leer.
Suponía que los niños, como los animales, poseen la capacidad natural de adaptarse y que la chica se consolaría pronto de la separación de sus padres o bien ellos emigrarían a América.
Se sentía incapaz de ayudarla, frenado por el pudor que le inspiraban los asuntos femeninos.
Si no entendía las reacciones habituales de su mujer y sus hijas, menos podía entender las de esa niña polaca que aún no había cumplido ocho años.
Le entró la sospecha supersticiosa de que las lágrimas de la sobrina anunciaban un desastre catastrófico.
Las cicatrices de la Gran Guerra todavía eran visibles en Europa; estaba fresco el recuerdo de la tierra mutilada por las trincheras, los millones de muertos, las viudas y huérfanos, la podredumbre de caballos destrozados, los gases mortales, las moscas y el hambre.
Nadie quería otra conflagración como ésa, pero Hitler ya había anexionado Austria, controlaba parte de Checoslovaquia y sus incendiarias llamadas a establecer el imperio de la raza superior no podían descartarse como desvaríos de un loco.
A fines de enero, Hitler había planteado su propósito de librar al mundo de la amenaza judía; no bastaba con expulsarlos, debían ser exterminados.
Algunos niños tienen poderes psíquicos; no sería raro que Alma viera en sus pesadillas algo horroroso y estuviera pasando un terrible duelo por adelantado, pensaba Isaac Belasco.
¿Qué esperaban sus cuñados para salir de Polonia?.
Llevaba un año presionándolos inútilmente para que lo hicieran, como tantos otros judíos que estaban huyendo de Europa;.
les había ofrecido su hospitalidad, aunque los Mendel tenían recursos sobrados y no necesitaban su ayuda.
Baruj Mendel le respondió que la integridad de Polonia estaba garantizada por Gran Bretaña y Francia.
Se creía seguro, protegido por su dinero y sus conexiones comerciales;.
ante el acoso de la propaganda nazi, la única concesión que hizo fue sacar a sus hijos del país.
Isaac Belasco no conocía a Mendel, pero a través de cartas y telegramas resultaba obvio que el marido de su cuñada era tan arrogante y antipático como testarudo.
Tuvo que pasar casi un mes antes de que Isaac decidiera intervenir en la situación de Alma e incluso entonces no estaba preparado para hacerlo personalmente, así que pensó que el problema le correspondía a su mujer.
Sólo una puerta, siempre entreabierta, separaba a los esposos de noche, pero Lillian era dura de oreja y usaba tintura de opio para dormir,.
de modo que nunca se habría enterado del llanto en el armario si su marido no se lo hubiera hecho notar.
Para entonces miss Honeycomb ya no estaba con ellos:.
al llegar a San Francisco la mujer cobró la bonificación prometida y doce días después se volvió a su país natal, asqueada de los modales rudos, el acento incomprensible y la democracia de los estadounidenses,.
como dijo sin parar en mientes en lo ofensivo que resultaba ese comentario para los Belasco, gente distinguida que la había tratado con gran consideración.
Por otra parte, cuando Lillian, advertida por una carta de su hermana, buscó en el forro del abrigo de viaje de Alma unos diamantes que los Mendel habían puesto,.
más por cumplir con una tradición que para asegurar a su hija, ya que no se trataba de piedras de extraordinario valor, éstos no estaban.
La sospecha recayó de inmediato en miss Honeycomb y Lillian propuso mandar a uno de los investigadores del bufete de su marido en persecución de la inglesa, pero Isaac determinó que no valía la pena.
El mundo y la familia estaban bastante convulsionados como para andar cazando institutrices a través de mares y continentes; unos diamantes más o menos no pesarían para nada en la vida de Alma.
—Mis amigas del bridge me comentaron que hay un estupendo psicólogo infantil en San Francisco, le anunció Lillian a su marido, cuando se enteró del estado de su sobrina.
—¿Qué es eso? —preguntó el patriarca, quitando los ojos del periódico por un momento.
—El nombre lo dice, Isaac, no te hagas el tonto.
—¿Alguna de tus amigas conoce a alguien que tenga un crío tan desequilibrado como para ponerlo en manos de un psicólogo?.
—Seguramente, Isaac, pero no lo admitirían ni muertas. —La infancia es una etapa naturalmente desgraciada de la existencia, Lillian.
El cuento de que los niños merecen felicidad lo inventó Walt Disney para ganar plata.
—¡Eres tan terco! No podemos dejar que Alma llore sin consuelo perpetuamente.
Hay que hacer algo.
—Bueno, Lillian.
Recurriremos a esa medida extrema cuando todo lo demás nos falle.
Por el momento podrías darle a Alma unas gotas de tu jarabe.
—No sé, Isaac, eso me parece un arma de doble filo.
No nos conviene convertir a la niña en adicta al opio tan tempranamente.
En eso estaban, debatiendo los pros y los contras del psicólogo y el opio, cuando se dieron cuenta de que el armario había permanecido en silencio durante tres noches.
Prestaron oído un par de noches más y comprobaron que inexplicablemente la chiquilla se había tranquilizado y no sólo dormía de corrido, sino que había empezado a comer como cualquier niño normal.
Alma no había olvidado a sus padres ni a su hermano y seguía deseando que su familia se reuniera pronto,.
pero se le estaban acabando las lágrimas y empezaba a distraerse con su naciente amistad con las dos personas que serían los únicos amores de su vida: Nathaniel Belasco e Ichimei Fukuda.
El primero, a punto de cumplir trece años, era el hijo menor de los Belasco y el segundo, que iba a cumplir ocho, como ella, era el hijo menor del jardinero.
Martha y Sarah, las hijas de los Belasco, vivían en un mundo tan distinto al de Alma, sólo preocupadas por la moda, las fiestas y los posibles novios,.
que cuando se topaban con ella en los vericuetos de la mansión de Sea Cliff o en las raras cenas formales en el comedor, se sobresaltaban sin poder recordar quién era esa chiquilla y por qué estaba allí.
Nathaniel, en cambio, no pudo dejarla de lado, porque Alma se le pegó a los talones desde el primer día, determinada a reemplazar a su adorado hermano Samuel con ese primo timorato.
Era el miembro del clan Belasco más cercano a ella en edad, aunque los separaban cinco años, y el más accesible por su temperamento tímido y dulce.
La niña provocaba en Nathaniel una mezcla de fascinación y susto.
Alma parecía arrancada de un daguerrotipo, con su pulcro acento británico, que había aprendido de la institutriz ratera,.
y su seriedad de enterrador, rígida y angulosa como una tabla, oliendo a la naftalina de sus baúles de viaje y con un desafiante mechón blanco sobre la frente,.
que contrastaba con el negro profundo del cabello y con su piel olivácea.
Al principio, Nathaniel trató de escapar, pero nada desalentaba los torpes avances amistosos de Alma y él acabó cediendo, porque había heredado el buen corazón de su padre.
Adivinaba la pena silenciosa de su prima, que ella disimulaba con orgullo, pero evitaba con diversos pretextos la obligación de ayudarla.
Alma era una mocosa, sólo tenía en común con ella un tenue lazo de sangre, estaba de paso en San Francisco y sería un desperdicio de sentimientos iniciar una amistad con ella.
Cuando hubieron transcurrido tres semanas sin señales de que la visita de la prima fuera a terminar, se le agotó ese pretexto y fue a preguntarle a su madre si acaso pensaban adoptarla.
«Espero que no tengamos que llegar a eso», le contestó Lillian con un escalofrío.
Las noticias de Europa eran muy inquietantes y la posibilidad de que su sobrina quedara huérfana empezaba a tomar forma en su imaginación.
Por el tono de esa respuesta, Nathaniel dedujo que Alma se quedaría por tiempo indefinido y se sometió al instinto de quererla.
Dormía en otra ala de la casa y nadie le había dicho que Alma lloraba en el armario, pero de alguna manera se enteró y muchas noches iba de puntillas a acompañarla.
Fue Nathaniel quien presentó los Fukuda a Alma.
Ella los había visto desde las ventanas, pero no salió al jardín hasta comienzos de la primavera, cuando mejoró el clima.
Un sábado Nathaniel le vendó los ojos, con la promesa de que iba a darle una sorpresa, y la llevó de la mano a través de la cocina y el lavadero hasta el jardín.
Cuando le quitó la venda y ella levantó la vista, se encontró bajo un frondoso cerezo en flor, una nube de algodón rosado.
Junto al árbol había un hombre con mono de trabajo y sombrero de paja, de rostro asiático, piel curtida, bajo de estatura y ancho de hombros, apoyado en una pala.
En un inglés entrecortado y difícil de comprender, le dijo a Alma que ese momento era hermoso, pero duraría apenas unos días y pronto las flores caerían como lluvia sobre la tierra;.
mejor sería el recuerdo del cerezo en flor, porque duraría todo el año, hasta la primavera siguiente.
Ese hombre era Takao Fukuda, el jardinero japonés que trabajaba en la propiedad desde hacía muchos años y era la única persona ante quien Isaac Belasco se quitaba el sombrero por respeto.
Nathaniel se volvió a la casa y dejó a su prima en compañía de Takao, quien le mostró todo el jardín.
La condujo a las diferentes terrazas escalonadas en la ladera, desde la cima de la colina, donde se erguía la casa, hasta la playa.
Recorrieron estrechos senderos salpicados de estatuas clásicas manchadas por la pátina verde de la humedad, fuentes, árboles exóticos y plantas suculentas;.
le explicó de dónde procedían y los cuidados que requerían, hasta que llegaron a una pérgola cubierta de rosas trepadoras con una vista panorámica del mar,.
la entrada de la bahía a la izquierda y el puente del Golden Gate, inaugurado un par de años antes, a la derecha.
Desde allí se distinguían colonias de lobos de mar descansando sobre las rocas y, oteando el horizonte con paciencia y buena suerte, se podían ver las ballenas que venían del norte a parir en las aguas de California.
Después Takao la llevó al invernadero, réplica en miniatura de una clásica estación de trenes victoriana, hierro forjado y cristal.
Dentro, en la luz tamizada y bajo el calor húmedo de la calefacción y los vaporizadores, las plantas delicadas empezaban su vida en bandejas, cada una con una etiqueta con su nombre y la fecha en que debía ser trasplantada.
Entre dos mesas largas de madera rústica, Alma distinguió a un chico concentrado en unos almácigos, quien al oírlos entrar soltó las tijeras y se cuadró como un soldado.
Takao se le acercó, murmuró algo en una lengua desconocida para Alma y le revolvió el pelo.
«Mi hijo más pequeño», dijo.
Alma estudió sin disimulo al padre y al hijo como a seres de otra especie;.
no se parecían a los orientales de las ilustraciones de la Enciclopedia Británica.
El chico la saludó con una inclinación del torso y mantuvo la cabeza gacha al presentarse.
—Soy Ichimei, cuarto hijo de Takao y Heideko Fukuda, honrado de conocerla, señorita.
—Soy Alma, sobrina de Isaac y Lillian Belasco, honrada de conocerlo, señor —explicó ella, desconcertada y divertida.
Esa formalidad inicial, que más tarde el cariño habría de teñir con humor, marcó el tono de su larga relación.
Alma, más alta y fuerte, parecía mayor.
El aspecto menudo de Ichimei engañaba, porque podía levantar sin esfuerzo las pesadas bolsas de tierra y empujar cuesta arriba una carretilla cargada.
Tenía la cabeza grande con relación al cuerpo, la piel color miel, los ojos negros separados y el cabello tieso e indómito.
Todavía le estaban saliendo los dientes definitivos y al sonreír, los ojos se convertían en dos rayas.
Durante el resto de aquella mañana Alma siguió a Ichimei, mientras él colocaba las plantas en los huecos cavados por su padre y le revelaba la vida secreta del jardín,.
los filamentos entrelazados en el subsuelo, los insectos casi invisibles, los brotes minúsculos en la tierra, que en una semana alcanzarían un palmo de altura.
Le habló de los crisantemos, que sacaba del invernadero en ese momento, de cómo se trasplantan en primavera y florecen a comienzos del otoño, dándole color y alegría al jardín cuando las flores estivales ya se han secado.
Le mostró los rosales sofocados de botones y cómo se deben eliminar casi todos, dejando sólo algunos para que las rosas crezcan grandes y sanas.
Le hizo notar la diferencia entre las plantas de semilla y las de bulbo, entre las de sol y las de sombra, entre las autóctonas y las traídas de lejos.
Takao Fukuda, que los observaba de reojo, se acercó para decirle a Alma que las tareas más delicadas le correspondían a Ichimei, porque había nacido con dedos verdes.
El niño enrojeció con el halago.
A partir de ese día Alma aguardaba impaciente a los jardineros, que acudían puntualmente los fines de semana.
Takao Fukuda siempre llevaba a Ichimei y a veces, si había más trabajo, se hacía acompañar también por Charles y James, sus hijos mayores, o por Megumi, su única hija, varios años mayor que Ichimei, a quien sólo le interesaba la ciencia y le hacía muy poca gracia ensuciarse las manos con tierra.
Ichimei, paciente y disciplinado, cumplía sus tareas sin distraerse con la presencia de Alma, confiado en que su padre le dejaría media hora libre al final del día para jugar con ella.
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La niña polaca.
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Era formal, parco de palabras y de corazón blando.
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¿Qué esperaban sus cuñados para salir de Polonia?.
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Se creía seguro, protegido por su dinero y sus conexiones comerciales;.
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Para entonces miss Honeycomb ya no estaba con ellos:.
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—¿Qué es eso?
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—El nombre lo dice, Isaac, no te hagas el tonto.
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—Seguramente, Isaac, pero no lo admitirían ni muertas.
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—¡Eres tan terco!
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No podemos dejar que Alma llore sin consuelo perpetuamente.
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Hay que hacer algo.
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—Bueno, Lillian.
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Recurriremos a esa medida extrema cuando todo lo demás nos falle.
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Por el momento podrías darle a Alma unas gotas de tu jarabe.
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—No sé, Isaac, eso me parece un arma de doble filo.
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Fue Nathaniel quien presentó los Fukuda a Alma.
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«Mi hijo más pequeño», dijo.
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Alma, más alta y fuerte, parecía mayor.
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El niño enrojeció con el halago.
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La niña polaca.
Para satisfacer la curiosidad de Irina y Seth, Alma Belasco empezó evocando, con la lucidez con que se preservan los momentos fundamentales, la primera vez que vio a Ichimei Fukuda, y después siguió poco a poco con el resto de su vida.
Lo conoció en el espléndido jardín de la mansión de Sea Cliff, en la primavera de 1939.
Entonces ella era una niña con menos apetito que un canario, que andaba callada de día y lloraba de noche, escondida en las entrañas de un armario de tres espejos en la habitación que sus tíos le habían preparado, una sinfonía en azul:.
azules las cortinas, los velos de la cama con baldaquino, la alfombra belga, los pajaritos del papel de la pared y las reproducciones de Renoir con marcos dorados;.
azul era la vista de la ventana, mar y cielo, cuando se despejaba la niebla.
Alma Mendel lloraba por todo lo que había perdido para siempre, aunque sus tíos insistían con tal vehemencia en que la separación de sus padres y su hermano sería temporal, que una chiquilla menos intuitiva les habría creído.
La última imagen que ella guardaba de sus padres era la de un hombre mayor, barbudo y severo, vestido de negro, con abrigo largo y sombrero,.
y una mujer mucho más joven encogida de llanto, de pie en el muelle de Danzig, despidiéndola con pañuelos blancos.
Se volvían más y más pequeños y difusos a medida que el barco se alejaba hacia Londres con un bramido lastimero, mientras ella, aferrada a la borda, era incapaz de devolverles el adiós.
Temblando en su ropa de viaje, confundida entre los otros pasajeros aglomerados en la popa para ver desaparecer su país, Alma procuraba mantener la compostura que le habían inculcado desde que nació.
A través de la creciente distancia que los separaba, percibía la desolación de sus padres, lo que reforzaba su presentimiento de que no volvería a verlos.
En un gesto muy raro en él, su padre le había puesto un brazo sobre los hombros a su madre, como para impedir que se lanzara al agua, mientras ella se sujetaba el sombrero con una mano, defendiéndolo del viento, y con la otra agitaba su pañuelo frenéticamente.
Tres meses antes Alma había estado con ellos en ese mismo muelle para despedir a su hermano Samuel, diez años mayor que ella.
A su madre le costó muchas lágrimas resignarse a la decisión de su marido de mandarlo a Inglaterra, como medida de precaución para el caso improbable de que los rumores de guerra se convirtieran en realidad.
Allí el muchacho estaría a salvo de ser reclutado en el ejército o de la bravuconada de alistarse como voluntario.
Los Mendel no imaginaban que dos años más tarde Samuel estaría en la Real Fuerza Aérea luchando contra Alemania.
Al ver embarcarse a su hermano con la actitud fanfarrona de quien emprende una primera aventura, Alma tuvo un atisbo de la amenaza que pendía sobre su familia.
Ese hermano era el faro de su existencia, había iluminado sus momentos oscuros y espantado sus temores con su risa triunfante, sus bromas amables y sus canciones en el piano.
Por su parte, Samuel se entusiasmó con Alma desde que la tomó en brazos recién nacida, un bulto rosado con olor a polvos de talco que maullaba como un gato;.
esa pasión por su hermana no hizo más que aumentar en los siete años siguientes, hasta que debieron separarse.
Al saber que Samuel se iría de su lado, Alma tuvo la única pataleta de su vida.
Empezó con llanto y gritos, siguió con estertores en el suelo y terminó en el baño de agua helada en que su madre y su institutriz la sumergieron sin piedad.
La partida del muchacho la dejó desconsolada y en ascuas, porque sospechaba que era el prólogo de cambios drásticos.
Había escuchado a sus padres hablar de Lillian, una hermana de su madre que vivía en Estados Unidos, casada con Isaac Belasco, alguien importante, como agregaban cada vez que su nombre se mencionaba.
Hasta ese momento, la niña desconocía la existencia de aquella tía lejana y aquel hombre importante y le extrañó que de pronto la obligaran a escribirles tarjetas postales con su mejor caligrafía.
También le pareció de mal agüero que su institutriz incluyera California en sus clases de historia y geografía, una mancha color naranja en el mapa, al otro lado del globo terráqueo.
Sus padres esperaron que pasaran las fiestas de fin de año para anunciarle que ella también se iría a estudiar al extranjero por un tiempo,.
pero a diferencia de su hermano, seguiría viviendo dentro de los confines de la familia, con sus tíos Isaac y Lillian y sus tres primos, en San Francisco.
La navegación desde Danzig a Londres y de allí en un transatlántico a San Francisco duró diecisiete días.
Los Mendel asignaron a miss Honeycomb, la institutriz inglesa, la responsabilidad de conducir a Alma sana y salva a la casa de los Belasco.
Miss Honeycomb era una mujer soltera, de pronunciación afectada, modales relamidos y expresión agria, que trataba con desdén a quienes consideraba inferiores socialmente y desplegaba un servilismo pegajoso con sus superiores, pero en el año y medio que trabajaba con los Mendel se había ganado su confianza.
A nadie le caía bien y menos a Alma, pero la opinión de la niña no contaba en la elección de las institutrices o de los tutores que la habían educado en casa en sus primeros años.
Para asegurarse de que la mujer haría el viaje de buena gana, sus patrones le prometieron una bonificación sustanciosa, que recibiría en San Francisco una vez que Alma estuviera instalada con sus tíos.
Miss Honeycomb y Alma viajaron en uno de los mejores camarotes del barco, mareadas al principio y aburridas después.
La inglesa no pegaba entre los pasajeros de primera clase, pero hubiera preferido saltar por la borda antes que mezclarse con la gente de su propio nivel social, de modo que pasó más de dos semanas sin hablar más que con su joven pupila.
Había otros niños a bordo, pero Alma no se interesó en ninguna de las actividades infantiles programadas y no hizo amigos;.
estuvo enfurruñada con su institutriz, lloriqueando a escondidas porque era la primera vez que se separaba de su madre, leyendo cuentos de hadas y escribiendo cartas melodramáticas,.
que le entregaba directamente al capitán para que las pusiera en el correo de algún puerto, porque temía que si se las daba a miss Honeycomb acabarían alimentando a los peces.
Los únicos momentos memorables de aquella lenta travesía fueron el cruce del canal de Panamá y una fiesta de disfraces en la que un indio apache empujó a la piscina a miss Honeycomb, convertida en vestal griega con una sábana.
Los tíos y primos Belasco esperaban a Alma en el bullicioso puerto de San Francisco, entre una multitud tan densa de estibadores asiáticos afanados en torno a las embarcaciones, que miss Honeycomb temió que hubieran arribado a Shangai por error.
La tía Lillian, ataviada con abrigo de astracán gris y turbante de turco, estrechó a su sobrina en un abrazo sofocante, mientras Isaac Belasco y su chofer procuraban reunir los catorce baúles y bultos de las viajeras.
Las dos primas, Martha y Sarah, saludaron a la recién llegada con un beso frío en la mejilla y enseguida se olvidaron de su existencia, no por malicia, sino porque estaban en edad de buscar novio y ese objetivo las cegaba al resto del mundo.
No les resultaría fácil conseguir los maridos deseados, a pesar de la fortuna y el prestigio de los Belasco,.
porque habían sacado la nariz del padre y la figura rechoncha de la madre, pero muy poco de la inteligencia del primero o la simpatía de la segunda.
El primo Nathaniel, único varón, nacido seis años después que su hermana Sarah, se asomaba titubeante a la pubertad con aspecto de garza.
Era pálido, flaco, largo, incómodo en un cuerpo al que le sobraban codos y rodillas, pero tenía los ojos pensativos de un perro grande.
Le tendió la mano a Alma con la vista fija en el suelo y masculló la bienvenida que sus padres le habían ordenado.
Ella se colgó de esa mano como de un salvavidas y los intentos del chico por desprenderse fueron inútiles.
Así comenzó la estancia de Alma en la gran casa de Sea Cliff, donde habría de pasar setenta años con pocos paréntesis.
En los primeros meses de 1939 vertió la reserva casi completa de sus lágrimas y sólo volvió a llorar en muy raras ocasiones.
Aprendió a masticar sus penas sola y con dignidad, convencida de que a nadie le importan los problemas ajenos y que los dolores callados acaban por diluirse.
Había adoptado las lecciones filosóficas de su padre, hombre de principios rígidos e inapelables, que tenía a honor haberse formado solo y no deberle nada a nadie, lo cual no era del todo cierto.
La fórmula simplificada del éxito, que Mendel les había machacado a sus hijos desde la cuna, consistía en no quejarse nunca, no pedir nada, esforzarse por ser los primeros en todo y no confiar en nadie.
Alma habría de cargar durante varias décadas con ese tremendo saco de piedras, hasta que el amor la ayudó a desprenderse de algunas de ellas.
Su actitud estoica contribuyó al aire de misterio que tuvo desde niña, mucho antes de que existieran los secretos que hubo de guardar.
En la Depresión de los años treinta, Isaac Belasco pudo evitar los peores efectos de la debacle económica y hasta incrementó su patrimonio.
Mientras otros perdían todo, él trabajaba dieciocho horas al día en su bufete de abogado e invertía en aventuras comerciales, que parecieron arriesgadas en su momento y a largo plazo resultaron espléndidas.
Era formal, parco de palabras y de corazón blando.
Para él, esa blandura lindaba con debilidad de carácter, por eso se empeñaba en dar una impresión de autoridad intransigente, pero bastaba tratarlo un par de veces para adivinar su vocación de bondad.
Lo precedía una reputación de compasivo que llegó a ser un impedimento en su carrera de abogado.
Después, cuando fue candidato a juez de la Corte Suprema de California, perdió la elección porque sus opositores lo acusaron de perdonar con demasiada generosidad, en desmedro de la justicia y la seguridad pública.
Isaac recibió a Alma en su casa con la mejor voluntad, pero pronto el llanto nocturno de la chiquilla empezó a afectarle los nervios.
Eran sollozos ahogados, contenidos, apenas audibles a través de las gruesas puertas de caoba tallada del armario, pero que llegaban hasta su dormitorio, al otro lado del pasillo, donde él procuraba leer.
Suponía que los niños, como los animales, poseen la capacidad natural de adaptarse y que la chica se consolaría pronto de la separación de sus padres o bien ellos emigrarían a América.
Se sentía incapaz de ayudarla, frenado por el pudor que le inspiraban los asuntos femeninos.
Si no entendía las reacciones habituales de su mujer y sus hijas, menos podía entender las de esa niña polaca que aún no había cumplido ocho años.
Le entró la sospecha supersticiosa de que las lágrimas de la sobrina anunciaban un desastre catastrófico.
Las cicatrices de la Gran Guerra todavía eran visibles en Europa; estaba fresco el recuerdo de la tierra mutilada por las trincheras, los millones de muertos, las viudas y huérfanos, la podredumbre de caballos destrozados, los gases mortales, las moscas y el hambre.
Nadie quería otra conflagración como ésa, pero Hitler ya había anexionado Austria, controlaba parte de Checoslovaquia y sus incendiarias llamadas a establecer el imperio de la raza superior no podían descartarse como desvaríos de un loco.
A fines de enero, Hitler había planteado su propósito de librar al mundo de la amenaza judía; no bastaba con expulsarlos, debían ser exterminados.
Algunos niños tienen poderes psíquicos; no sería raro que Alma viera en sus pesadillas algo horroroso y estuviera pasando un terrible duelo por adelantado, pensaba Isaac Belasco.
¿Qué esperaban sus cuñados para salir de Polonia?.
Llevaba un año presionándolos inútilmente para que lo hicieran, como tantos otros judíos que estaban huyendo de Europa;.
les había ofrecido su hospitalidad, aunque los Mendel tenían recursos sobrados y no necesitaban su ayuda.
Baruj Mendel le respondió que la integridad de Polonia estaba garantizada por Gran Bretaña y Francia.
Se creía seguro, protegido por su dinero y sus conexiones comerciales;.
ante el acoso de la propaganda nazi, la única concesión que hizo fue sacar a sus hijos del país.
Isaac Belasco no conocía a Mendel, pero a través de cartas y telegramas resultaba obvio que el marido de su cuñada era tan arrogante y antipático como testarudo.
Tuvo que pasar casi un mes antes de que Isaac decidiera intervenir en la situación de Alma e incluso entonces no estaba preparado para hacerlo personalmente, así que pensó que el problema le correspondía a su mujer.
Sólo una puerta, siempre entreabierta, separaba a los esposos de noche, pero Lillian era dura de oreja y usaba tintura de opio para dormir,.
de modo que nunca se habría enterado del llanto en el armario si su marido no se lo hubiera hecho notar.
Para entonces miss Honeycomb ya no estaba con ellos:.
al llegar a San Francisco la mujer cobró la bonificación prometida y doce días después se volvió a su país natal, asqueada de los modales rudos, el acento incomprensible y la democracia de los estadounidenses,.
como dijo sin parar en mientes en lo ofensivo que resultaba ese comentario para los Belasco, gente distinguida que la había tratado con gran consideración.
Por otra parte, cuando Lillian, advertida por una carta de su hermana, buscó en el forro del abrigo de viaje de Alma unos diamantes que los Mendel habían puesto,.
más por cumplir con una tradición que para asegurar a su hija, ya que no se trataba de piedras de extraordinario valor, éstos no estaban.
La sospecha recayó de inmediato en miss Honeycomb y Lillian propuso mandar a uno de los investigadores del bufete de su marido en persecución de la inglesa, pero Isaac determinó que no valía la pena.
El mundo y la familia estaban bastante convulsionados como para andar cazando institutrices a través de mares y continentes; unos diamantes más o menos no pesarían para nada en la vida de Alma.
—Mis amigas del bridge me comentaron que hay un estupendo psicólogo infantil en San Francisco, le anunció Lillian a su marido, cuando se enteró del estado de su sobrina.
—¿Qué es eso? —preguntó el patriarca, quitando los ojos del periódico por un momento.
—El nombre lo dice, Isaac, no te hagas el tonto.
—¿Alguna de tus amigas conoce a alguien que tenga un crío tan desequilibrado como para ponerlo en manos de un psicólogo?.
—Seguramente, Isaac, pero no lo admitirían ni muertas. —La infancia es una etapa naturalmente desgraciada de la existencia, Lillian.
El cuento de que los niños merecen felicidad lo inventó Walt Disney para ganar plata.
—¡Eres tan terco! No podemos dejar que Alma llore sin consuelo perpetuamente.
Hay que hacer algo.
—Bueno, Lillian.
Recurriremos a esa medida extrema cuando todo lo demás nos falle.
Por el momento podrías darle a Alma unas gotas de tu jarabe.
—No sé, Isaac, eso me parece un arma de doble filo.
No nos conviene convertir a la niña en adicta al opio tan tempranamente.
En eso estaban, debatiendo los pros y los contras del psicólogo y el opio, cuando se dieron cuenta de que el armario había permanecido en silencio durante tres noches.
Prestaron oído un par de noches más y comprobaron que inexplicablemente la chiquilla se había tranquilizado y no sólo dormía de corrido, sino que había empezado a comer como cualquier niño normal.
Alma no había olvidado a sus padres ni a su hermano y seguía deseando que su familia se reuniera pronto,.
pero se le estaban acabando las lágrimas y empezaba a distraerse con su naciente amistad con las dos personas que serían los únicos amores de su vida: Nathaniel Belasco e Ichimei Fukuda.
El primero, a punto de cumplir trece años, era el hijo menor de los Belasco y el segundo, que iba a cumplir ocho, como ella, era el hijo menor del jardinero.
Martha y Sarah, las hijas de los Belasco, vivían en un mundo tan distinto al de Alma, sólo preocupadas por la moda, las fiestas y los posibles novios,.
que cuando se topaban con ella en los vericuetos de la mansión de Sea Cliff o en las raras cenas formales en el comedor, se sobresaltaban sin poder recordar quién era esa chiquilla y por qué estaba allí.
Nathaniel, en cambio, no pudo dejarla de lado, porque Alma se le pegó a los talones desde el primer día, determinada a reemplazar a su adorado hermano Samuel con ese primo timorato.
Era el miembro del clan Belasco más cercano a ella en edad, aunque los separaban cinco años, y el más accesible por su temperamento tímido y dulce.
La niña provocaba en Nathaniel una mezcla de fascinación y susto.
Alma parecía arrancada de un daguerrotipo, con su pulcro acento británico, que había aprendido de la institutriz ratera,.
y su seriedad de enterrador, rígida y angulosa como una tabla, oliendo a la naftalina de sus baúles de viaje y con un desafiante mechón blanco sobre la frente,.
que contrastaba con el negro profundo del cabello y con su piel olivácea.
Al principio, Nathaniel trató de escapar, pero nada desalentaba los torpes avances amistosos de Alma y él acabó cediendo, porque había heredado el buen corazón de su padre.
Adivinaba la pena silenciosa de su prima, que ella disimulaba con orgullo, pero evitaba con diversos pretextos la obligación de ayudarla.
Alma era una mocosa, sólo tenía en común con ella un tenue lazo de sangre, estaba de paso en San Francisco y sería un desperdicio de sentimientos iniciar una amistad con ella.
Cuando hubieron transcurrido tres semanas sin señales de que la visita de la prima fuera a terminar, se le agotó ese pretexto y fue a preguntarle a su madre si acaso pensaban adoptarla.
«Espero que no tengamos que llegar a eso», le contestó Lillian con un escalofrío.
Las noticias de Europa eran muy inquietantes y la posibilidad de que su sobrina quedara huérfana empezaba a tomar forma en su imaginación.
Por el tono de esa respuesta, Nathaniel dedujo que Alma se quedaría por tiempo indefinido y se sometió al instinto de quererla.
Dormía en otra ala de la casa y nadie le había dicho que Alma lloraba en el armario, pero de alguna manera se enteró y muchas noches iba de puntillas a acompañarla.
Fue Nathaniel quien presentó los Fukuda a Alma.
Ella los había visto desde las ventanas, pero no salió al jardín hasta comienzos de la primavera, cuando mejoró el clima.
Un sábado Nathaniel le vendó los ojos, con la promesa de que iba a darle una sorpresa, y la llevó de la mano a través de la cocina y el lavadero hasta el jardín.
Cuando le quitó la venda y ella levantó la vista, se encontró bajo un frondoso cerezo en flor, una nube de algodón rosado.
Junto al árbol había un hombre con mono de trabajo y sombrero de paja, de rostro asiático, piel curtida, bajo de estatura y ancho de hombros, apoyado en una pala.
En un inglés entrecortado y difícil de comprender, le dijo a Alma que ese momento era hermoso, pero duraría apenas unos días y pronto las flores caerían como lluvia sobre la tierra;.
mejor sería el recuerdo del cerezo en flor, porque duraría todo el año, hasta la primavera siguiente.
Ese hombre era Takao Fukuda, el jardinero japonés que trabajaba en la propiedad desde hacía muchos años y era la única persona ante quien Isaac Belasco se quitaba el sombrero por respeto.
Nathaniel se volvió a la casa y dejó a su prima en compañía de Takao, quien le mostró todo el jardín.
La condujo a las diferentes terrazas escalonadas en la ladera, desde la cima de la colina, donde se erguía la casa, hasta la playa.
Recorrieron estrechos senderos salpicados de estatuas clásicas manchadas por la pátina verde de la humedad, fuentes, árboles exóticos y plantas suculentas;.
le explicó de dónde procedían y los cuidados que requerían, hasta que llegaron a una pérgola cubierta de rosas trepadoras con una vista panorámica del mar,.
la entrada de la bahía a la izquierda y el puente del Golden Gate, inaugurado un par de años antes, a la derecha.
Desde allí se distinguían colonias de lobos de mar descansando sobre las rocas y, oteando el horizonte con paciencia y buena suerte, se podían ver las ballenas que venían del norte a parir en las aguas de California.
Después Takao la llevó al invernadero, réplica en miniatura de una clásica estación de trenes victoriana, hierro forjado y cristal.
Dentro, en la luz tamizada y bajo el calor húmedo de la calefacción y los vaporizadores, las plantas delicadas empezaban su vida en bandejas, cada una con una etiqueta con su nombre y la fecha en que debía ser trasplantada.
Entre dos mesas largas de madera rústica, Alma distinguió a un chico concentrado en unos almácigos, quien al oírlos entrar soltó las tijeras y se cuadró como un soldado.
Takao se le acercó, murmuró algo en una lengua desconocida para Alma y le revolvió el pelo.
«Mi hijo más pequeño», dijo.
Alma estudió sin disimulo al padre y al hijo como a seres de otra especie;.
no se parecían a los orientales de las ilustraciones de la Enciclopedia Británica.
El chico la saludó con una inclinación del torso y mantuvo la cabeza gacha al presentarse.
—Soy Ichimei, cuarto hijo de Takao y Heideko Fukuda, honrado de conocerla, señorita.
—Soy Alma, sobrina de Isaac y Lillian Belasco, honrada de conocerlo, señor —explicó ella, desconcertada y divertida.
Esa formalidad inicial, que más tarde el cariño habría de teñir con humor, marcó el tono de su larga relación.
Alma, más alta y fuerte, parecía mayor.
El aspecto menudo de Ichimei engañaba, porque podía levantar sin esfuerzo las pesadas bolsas de tierra y empujar cuesta arriba una carretilla cargada.
Tenía la cabeza grande con relación al cuerpo, la piel color miel, los ojos negros separados y el cabello tieso e indómito.
Todavía le estaban saliendo los dientes definitivos y al sonreír, los ojos se convertían en dos rayas.
Durante el resto de aquella mañana Alma siguió a Ichimei, mientras él colocaba las plantas en los huecos cavados por su padre y le revelaba la vida secreta del jardín,.
los filamentos entrelazados en el subsuelo, los insectos casi invisibles, los brotes minúsculos en la tierra, que en una semana alcanzarían un palmo de altura.
Le habló de los crisantemos, que sacaba del invernadero en ese momento, de cómo se trasplantan en primavera y florecen a comienzos del otoño, dándole color y alegría al jardín cuando las flores estivales ya se han secado.
Le mostró los rosales sofocados de botones y cómo se deben eliminar casi todos, dejando sólo algunos para que las rosas crezcan grandes y sanas.
Le hizo notar la diferencia entre las plantas de semilla y las de bulbo, entre las de sol y las de sombra, entre las autóctonas y las traídas de lejos.
Takao Fukuda, que los observaba de reojo, se acercó para decirle a Alma que las tareas más delicadas le correspondían a Ichimei, porque había nacido con dedos verdes.
El niño enrojeció con el halago.
A partir de ese día Alma aguardaba impaciente a los jardineros, que acudían puntualmente los fines de semana.
Takao Fukuda siempre llevaba a Ichimei y a veces, si había más trabajo, se hacía acompañar también por Charles y James, sus hijos mayores, o por Megumi, su única hija, varios años mayor que Ichimei, a quien sólo le interesaba la ciencia y le hacía muy poca gracia ensuciarse las manos con tierra.
Ichimei, paciente y disciplinado, cumplía sus tareas sin distraerse con la presencia de Alma, confiado en que su padre le dejaría media hora libre al final del día para jugar con ella.